Aizarna, 6 de enero de 2022
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Al final de este ciclo de fiestas navideñas, vuelvo al relato del evangelio de Lucas sobre los pastores del campo de Belén, pastores que buscan, encuentran y construyen la paz. En ellos nos miramos. Y para mejor mirarnos, por si aún hiciera falta, digámoslo de nuevo: todos los relatos evangélicos sobre el nacimiento de Jesús –en realidad, todos los pasajes evangélicos, sean canónicos o apócrifos– son en el fondo lo que se llaman midrashim. Es decir: comentarios libres y creaciones narrativas que actualizan y aplican al niño Jesús los relatos bíblicos sobre antiguas figuras, legendarias o legendarizadas, como Moisés, Sansón, Josué, Ana, Samuel, Elías, David, Judit, Débora…
En realidad, Lucas y Mateo conocían muy poco o probablemente nada sobre la infancia de Jesús; ni siquiera les interesaba conocerla. Miran en lo más profundo de sí y de la realidad, observan las esperanzas y las angustias de la gente, y a su luz crean historias del Jesús niño o recrean los recuerdos transmitidos sobre el Jesús predicador del Reino y sanador de enfermedades; a la vez, dejan que la historia recreada de Jesús reilumine los gozos y los dolores de la gente. No quieren ni pueden contarnos cómo fue el nacimiento y la infancia de Jesús. Solo quieren abrir nuestros ojos, despertar nuestra esperanza, suscitar nuestro compromiso. Quieren mostrarnos al Jesús redescubierto a la luz del mundo que miran, a Jesús como profeta y primicia de un mundo donde todos podamos respirar, comer y reír en una mesa común. Quieren animarnos a ser como el Jesús que narran, y lo narran como el Cristo universal que todos estamos llamados a ser, más allá de toda particularidad étnica, cultural o religiosa.
Releamos, pues, el relato de los pastores de Belén con la libertad con la que fue escrito por Lucas. Es de noche. Unos pastores velan por turnos los rebaños a la intemperie. Son pobres, marginados de la sociedad y del sistema religioso. Desean la paz, la paz de la justicia o la justicia en la paz, sin poder, sin embargo, esperarla. No quieren ni para hoy ni para mañana la paz del imperio romano, de su poder invencible. Tampoco pueden esperar que algún mesías –sea un mesías rey o sea un mesías sacerdote– traiga la paz. Acaso intervendrá Dios, piensan… Pero ¿qué podían esperar de Dios ellos, considerados como gente de dudosa moralidad y ritualmente impura y, por lo tanto, excluida de los beneficios divinos del templo, gente privada del perdón y de la paz divina que la religión promete? ¿Qué pueden esperar del “Dios altísimo” a quien invocan los poderosos y a quien los sacerdotes del templo inmolan los corderos de sus rebaños? ¿Qué pueden esperar del Dios que les predican los doctores de la ley, ellos, ignorantes e inferiores como son? Pero ¿acaso existe otro Dios? ¿Qué significa “Dios”?, podrían haberse preguntado, como tanta gente siempre se ha preguntado desde siempre y nosotros mismos nos preguntamos hoy.
Y de pronto, sienten que, en la noche de la desesperanza, una luz los envuelve, una voz los consuela: “¡Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a quienes Dios ama! Paz a todas las criaturas y a todos los seres humanos sin excepción, amables, amados y llamados sin exclusión, empezando por los últimos”. De repente, se les enciende una luz. Y se ponen en camino a donde su corazón y su luz los guían.
En una pobre casa-cueva, la luz de sus ojos se encuentra con la gloria de la vida y del universo, encarnada en el signo más humilde y luminoso: un recién nacido. Jesús, José y María. Tres nombres propios –ponga quien quiera otros, los suyos, los que más le inspiren–, nombres que representan todos los nombres, todas las vidas, todos los sufrimientos, la esperanza de la paz a pesar de todo. Misterio, Presencia. Abajamiento sumo. Los pastores lo ven y se les transfigura todo, se les revela Dios en todo. “Ya no hay un Dios altísimo”, podrían haber dicho aquellos pastores, como decimos nosotros. No existe el Dios de los reyes con sus ejércitos, cortesanos y palacios, ni el Dios de las religiones con sus credos, cleros y templos. Dios es el Ser fontal de cuanto es. Es la Luz originaria de la que todo nace y vive desde siempre. Es la luz de la energía que todo lo atrae e impulsa. Es la Paz en la justicia, la paz activa, tierna y subversiva, que crea y recrea todo incesantemente, de transformación en transformación. Es el amor universal que empuja y atrae todo, más fuerte que todo. “Podemos esperar a pesar de todo”, se dirían los pastores. No aguardar, sino esperar: respirar, espirar y alentar el mundo que esperamos. Y se ponen en camino, transfigurados.
Yo también quiero ponerme en camino, tras el último de aquellos pastores. También nosotros podemos ponernos en camino, mirar más adentro en nosotros mismos, sentir las heridas del prójimo como propias, contemplar la armonía del amanecer y del atardecer y de toda la naturaleza viviente, y reconocer en el fondo de todo la paz que nos sostiene y relanza. En este mundo de la inequidad globalizada, de la economía general regida por los intereses particulares, de la política planetaria sometida a unos pocos poderes financieros, de la juventud condenada a la desesperación, de los equilibrios de la naturaleza rotos, en este mundo que parece haber perdido el juicio y caminar desesperadamente hacia el suicidio, en este mundo donde no parece caber más paz que la resignación a lo peor o el conformismo del “es lo que hay”, en este mundo sigue siendo posible ver la luz y esperar, experimentar, como los pastores, que “la esperanza es ser capaz de ver la luz a pesar de la oscuridad” (Desmond Tutu).
Ahí tenemos también nosotros la señal, o una de tantas señales: Jesús, José y María. En las ruinas de este mundo roto, de este nuestro mundo desgarrado, se enciende la luz de la justicia que garantiza la paz verdadera, la luz de la paz que engendra la justicia. En el fondo del universo y de cada ser, se enciende y brota sin cesar un mundo nuevo donde los honores no fascinan, las riquezas se comparten, los poderes se rinden, un mundo donde la justicia y la paz se encuentran. Y ahí se resumen todas las ciencias y las artes más bellas. Pero ese mundo nuevo depende de nosotros, también de nosotros, de los pasitos que demos. “Haz el bien a trocitos, allí donde te encuentres; pues son todos estos trocitos juntos los que transforman el mundo” (Desmond Tutu).
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