FE ADULTA
Si algo constatamos estos dias es ese afan de salir, de disfrutar, de recuperar encuentros perdidos o aplazados, en definitiva el deseo de vivir y ser felices. Y en este momento a los cristianos se nos ocurre celebrar la fiesta de “Todos los Santos” y proclamar repetidas veces, ¡hasta siete! Que somos felices, dichosos, bienaventurados… ¡santos! Pero muchsa veces sentimos que el mensaje no es claro, o no logra conectar con nuestra gente. Sinceramente, ¿a quien le interesa hablar hoy de santidad? ¿Será que esta búsqueda de felicidad tiene algo que ver con la santidad o es totalmente ajena a ella?
Todo depende de cómo concibamos la santidad. Si santo es separarse de este mundo y buscar una perfección personal, haciendo cosas más o menos “raras”, lo más seguro es que no interesa a muchos. Pero si nos apropiamos de la llamada a la santidad que hizo el Vaticano II “para todos” (y no sólo para sacerdotes, obispo o religiosos), la propuesta puede ir muy de la mano de quien busca la felicidad y el sentido de su vida. O si recordamos cómo el Papa Francisco nos invita a mirar a nuestro alrededor y descubrir a los que ya lo son, a “los santos de la puerta de al lado” que son los varones y mujeres del pueblo de Dios: “los padres que crían con tanto amor a sus hijos, los hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, los enfermos, las religiosas ancianas que siguen sonriendo (…) son aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios”. Entonces, estaremos de acuerdo con él, y constataremos que la santidad excede los límites de la iglesia católica porque el Espíritu derrama sus dones sin medida y suscita por doquier signos de su presencia. Y, ¿qué signo de la presencia de Dios es más elocuente que la vida, el amor, la plenitud o la felicidad?
Desde ahí vamos a dejarnos sorprender por el evangelio de esta fiesta y a descubrirnos “bienaventurados” llamados a ser felices, incluso a descubrir cómo somos felices en circunstancias que no lo hubiésemos sospechado, y a dejar que se nos grabe en lo más hondo, hasta que llegue a transformarnos.
No vamos a tomar las bienaventuranzas como un programa de vida o algo a cumplir. Son el horizonte, la meta, el tesoro a descubrir. Tenemos que acercarnos a cada una de ella, y quizá solo a su primera parte, como a realidades y experiencias, propias unas veces y que vemos en otras personas en muchas ocasiones. Como pistas por las que avanzamos hasta vivir en esa “dinámica” del reino, que tantas veces choca con otras dinámicas y formas de vivir que nosotros mismos tenemos.
Y escuchamos y acogemos que somos “felices”, santos, cuando somos “pobres de espíritu”, que significa haber alcanzado la libertad interior, ser conscientes de dónde ponemos la seguridad de nuestra vida… Pero también vivir una existencia austera y despojada, sintiéndonos llamados a compartir la vida de los más necesitados.
O cuando somos “manso/a, para poseer la tierra” a diferencia del orgullo que se cultiva en la sociedad. La mansedumbre es fruto del Espíritu, propio de quien deposita toda su confianza en Dios. Si vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos nuestros límites y defectos –y los de los demás- con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más ni menos que nadie, podemos darnos una mano evitando desgastar energías en lamentos o disimulos inútiles.
Que somos felices, santos, cuando “sabemos llorar con los demás”, compartir el sufrimiento ajeno y afrontar las situaciones dolorosas, solidarizándonos con el sufrimiento del mundo para transformarlo.
Y seguimos escuchando que somos felices, bienaventurados, cuando sentimos “hambre y sed de justicia”, de que la vida digna sea posible para todos y sentirlo como se siente el hambre, desde las entrañas.
Cuando somos “misericordiosos” dejando que fluya de nuestro corazón el amor recibido de Dios, y acogiendo a los demás incondicionalmente, como nos sentimos acogidos nosotros.
Que somos santos o felices, cuando tenemos “un corazón limpio para poder ver a Dios” un corazón sencillo, sin doblez, auténtico, transparente.
Y nos admiramos en estos tiempos de escuchar que somos felices, santos, cuando “trabajamos por la paz” sin excluir a nadie. Construyendo la paz en la búsqueda de consenso, de armonía, de perdón, de posibilidad de vida para todos.
Más aun, al final se nos dice que somos santos, felices, cuando nos sentimos “perseguidos a causa de la justicia” porque el reino de Dios reclama una sociedad justa y en paz y esto no se puede hacer sin una gran dosis de entrega personal para contrarrestar todos los obstáculos a la justicia que nacen de los intereses personales y los egoísmos grupales que, una y otra vez, retrasan la plenitud del reino.
Y quizá queda resonando en nosotros el “somos”, como una invitación a descubrir en el presente, no como una promesa de futuro. ¿Cómo podemos vivir a diario las bienaventuranzas? Anclando experiencias, es decir, cada vez que tengamos experiencia de estar viviendo una de estas actitudes que nos dice el evangelio conviene que nos paremos y tomemos conciencia de ello, de que “somos felices” viviendo así. Que respiremos profundamente y dejemos que se nos grabe en lo más hondo. Ser conscientes de la cantidad de experiencias de bienaventuranza que vivimos es posible y nos ayuda a darnos cuenta de cómo caminamos hacia la meta y a qué paso.
A esta santidad estamos todos llamados. Esta santidad es don de Dios que se acoge y da fruto en nuestra vida. Nos permite sentirnos “hijos e hijas de Dios, ser consolados, alcanzar misericordia… sentir que se nos ha dado y ya es nuestro el reino de Dios y, por ello, desbordar de felicidad. ¿Estamos dispuestos a arriesgar lo necesario para experimentarlo?
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