Redes Cristianas
Ni el emperador Segismundo, reunido con él en Perpiñán, logró que abdicara. Antes de morir nombró cuatro cardenales para elegir sucesor, Clemente VIII, en 1323. Éste tardó en abdicar seis años, ante el legado de Martín V. En la iglesia de la cercana villa castellonense de San Mateo, en 1429, entregó la tiara pontificia, dando fin al cisma.
El 21 de septiembre de 2021, el portal digital católico suizo (“cath.ch”) publicó una entrevista al cardenal Sarah en la que reafirma su inmovilismo. No es “intransigente”, dice, sino “exigente como Dios, porque el amor es exigente”. Ante la confusión de los cristianos, quiere “confirmarlos en la fe… para que no cambie lo que siempre han creído”. El entrevistador le asegura que “la Iglesia está en movimiento, evoluciona, cambia a lo largo de los tiempos”. Lo niega: “No, la Iglesia no cambia. Ella nació en el costado traspasado de Cristo en la cruz. Somos nosotros los que tenemos que cambiar. Si la Iglesia es santa, solo puede cambiar para volverse aún más santa”.
“¿No corre el riesgo de estancarse? El Concilio Vaticano II nos invita a discernir los signos de los tiempos”, le dice el periodista.
Sigue en sus trece: “El Vaticano II no dice que la Iglesia deba cambiar. Crece en número y santidad. Pero no cambia lo que es, es decir la extensión de Jesucristo, uno y santo. Es Jesús quien lo construye y no los hombres. Somos sus miembros”. Su intransigencia no le deja ver que el Concilio cambió el esquema preconciliar de la Iglesia, poniendo primero su ser de Pueblo de Dios y detrás sus Servidores. El Concilio dice que “el Espíritu Santo hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo” (LG 4). Esta “renovación” alude sin duda a cambios en leyes, en ritos, costumbres…, que deben variar para responder a tiempos y culturas. La constitución sobre la sagrada Liturgia ordena revisar los libros litúrgicos, el ordinario de la misa, lengua vernácula, ritos sacramentales… (SC 25, 50, 54, 62).
El periodista insiste que “la tradición es un proceso dinámico”.
Responde: “una herencia no es para enterrarla, ni para malgastarla, sino para hacerla fructificar. La tradición… evoluciona pero sin desarraigarse. Como un hombre que nace con miembros pequeños que luego crecerán y se desarrollarán..”. Da la impresión de que para él la Iglesia es un conjunto de doctrinas, leyes, ritos, ministerios… que no se pueden tocar en nada, como si sus tradiciones fueran todas voluntad de Dios.
“El Papa Francisco nos invita a no tener miedo a la libertad, ni a la novedad”, le sugiere el entrevistador.
Se evade hábilmente diciendo que “tienes que abrirte, pero permaneciendo tú mismo. Si me abro a alguien, no debo desaparecer. Debo conservar lo que soy. Cristiano, sigo siendo cristiano. Abrirse no es solo buscar un consenso, sino querer intentar hacer crecer al otro, caminar juntos hacia la búsqueda de la verdad”. Aprovecha para dar una tarascada al Sínodo alemán: “Si miramos lo que está sucediendo en el camino sinodal alemán, no sé adónde nos llevará. ¿Hacia una reinvención total de la Iglesia? Tomaremos lo que todos digan para establecer un consenso. Pero la verdad de la Iglesia está por delante de nosotros. No podemos hacerlo nosotros”. Ni la más mínima distinción entre sustancial y accesorio.
Sigue estando en contra de las reformas litúrgicas.
“La inculturación no es poner un barniz africano o asiático en un rito. La inculturación es dejar que Dios penetre en mi naturaleza humana y mi cultura. Es como la encarnación; cuando Jesús toma nuestra forma humana, no la deja intacta, la deifica. Como dice san Ireneo: `Dios se hizo hombre para que el hombre se convirtiera en Dios´. De lo contrario, estamos horizontalizando la religión cristiana”. Este hombre mezcla y confunde la fe con sus expresiones litúrgicas. “Estoy asombrado, dice, por otras religiones. Musulmanes, budistas, todos rezan de la misma manera. No entiendo por qué los cristianos estamos peleando por estos temas. La fe es un regalo de Dios. Gastamos demasiada energía en conflictos litúrgicos innecesarios”. El que esas religiones “sigan rezando de la misma manera” no impide cambiar nuestra liturgia. La cultura hoy exige lengua, ritos, textos oracionales, ceremonias… expresivas y comunicativas de la propia fe cristiana.
Vinculación “ontológica” entre sacerdocio y celibato de los sacerdotes sigue siendo su tesis fundamental.
Ahora calla el argumento de la “conciencia colectiva de Israel” sobre “la abstinencia sexual, en periodos en los que ejercían el culto y estaban en contacto con el misterio divino”. En la misa “toda su vida está en contacto diario con el misterio divino… La abstinencia sexual se convierte por sí misma en abstinencia ontológica” (“Desde lo más hondo de nuestros corazones”. R. Sarah con J. Ratzinger, Benedicto XVI. Ed. Palabra. Madrid 2020. P. 50-52).
Aquí usa otro argumento: “Cristo es el esposo de la Iglesia y el sacerdote como alter Christus o ipse Christus (otro Cristo o el mismo Cristo) debe estar completamente conformado a Cristo. De modo que el celibato y el sacerdocio están relacionados ontológicamente”.
Llamar a Cristo “esposo de la Iglesia” es una analogía metafórica. Se compara la relación de Jesús, como la de Dios, con la relación matrimonial. La metáfora no es una identificación total entre el significante y lo significado. A Cristo le pueden representar los sacerdotes como Esposo de la Iglesia. Pero no por ello son “otro Cristo o el mismo Cristo”, como dice exagerada e interesadamente. No hay identidad ontológica (en el ser, en su naturaleza). Sus representantes pueden ejercer sus funciones sin ser “ontológicamente” varones ni célibes. Menos mal que a los demás representantes de Jesús (pobres, misioneros, buenos samaritanos…) no les extiende la metáfora en total plenitud identificativa, hasta exigirles también el celibato.
Al señalarle el periodista que “las iglesias católicas orientales, sin embargo, tienen un clero casado”, lo despacha apelando a “razones políticas e históricas. Es todo. Estas Iglesias también reconocen la importancia del celibato ya que un sacerdote casado nunca será obispo”.
Calla la afirmación rotunda del Vaticano II: “el celibato ciertamente no es exigido por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias orientales” (PO 16). Aduce la insistencia de los últimos papas: “Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI e incluso Francisco… El Papa Francisco me agradeció personalmente mi libro…. Quizás no tengamos la misma forma de expresarnos. Pero cada uno dará cuenta de ello ante Dios”. Extraña que “se agradezca un libro” que defiende una tesis contraria a un Concilio Ecuménico. Defender que sacerdocio y celibato se vinculan ontológicamente (que sus naturalezas se implican) es un error craso, contrario a la doctrina eclesial.
“El idioma de la Iglesia, de la liturgia, es el latín”, afirma rotundamente. “Está mal haber suprimido el latín. Todos los musulmanes rezan en árabe, aunque no sea su idioma. Dividimos lo que Cristo unió. Si no hay más latín, ¿por qué hablar de la Iglesia latina? Lo mismo ocurre con la música con el mantenimiento del canto gregoriano”.
Pero ¿“Cristo unió” el latín con la Iglesia? ¿Hay que rezar sin saber lo que se dice? ¿Hay que sujetarse a los clérigos porque “son el mismo Cristo”?
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