BENJAMÍN FORCANO
Una historia que invita a pensar y cambiar
La fuente de la moralidad nunca mana de la voluntad del que manda o prohíbe sino de la realidad misma.
En el tiempo que va de 1962 a 2020, hemos vivido en la Iglesia Católica situaciones y momentos en que las dos posturas –integrista y renovadora– eran de oposición radical. Ni pensar en un diálogo sereno que llevara a descubrir la parte de verdad de una y otra parte. El planteamiento era excluyente: o todo o nada, de un bando o de otro.
Creo que semejante hecho se da cuando se enfrentan personas y sectores bajo doctrinas de un mismo patrimonio histórico, pero en el que una de ellas se ha impuesto casi con predominio absoluto.
Es el hecho que precedió al concilio Vaticano II, con una tradición larga de oposición al mundo moderno y la más corta pero indomeñable de la necesidad de una renovación eclesial.
El peso de la autoridad fue decayendo y subiendo el de la autonomía de la razón y de las ciencias.
Pero, la cristiandad en general estaba modelada en el obedecer y no en el pensar.
Esta tensión compareció irremediable en el preconcilio y durante la celebración del mismo. Y unos la celebraban de una manera y otros de otra.
Pero, pese a la actitud reaccionaria de la Curia, el concilio logró avanzar mayoritariamente hacia el cambio y la renovación.
Sin embargo, al poco tiempo, los perdedores del concilio levantaron cabeza y reafirmaron el rumbo involucionista que, se quiera o no, prevaleció durante los 37 años de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI. ¡El llamado y deplorado invierno eclesial!
La evocación de todo esto, acaso puede servir para entender lo que voy a contar.
Estamos en el año 2006.
Y a los que nos consideramos hijos del concilio Vaticano II, nos tocó poner a prueba nuestra fidelidad entre la tendencia oficial, la más visible y aplaudida, y la que con dificultad y en medio de incesantes controles y censuras seguía proponiendo el espíritu y pautas del concilio Vaticano II. El caso es el siguiente.
Una prestigiosa editorial me pidió colaborar en una colección particular con la preparación de un libro. El contenido del mismo aparecía bajo el título “10 palabras clave sobre temas de nuestro tiempo”.
Tal como se ve en la portada del libro, las palabras eran:
Paradigma
Ética
Interreligiones
Bioética
Sexualidad
Homosexualidad
Revolución
Laicidad
Izquierda
Profetismo
La editorial, propiedad de una congregación religiosa, puso en marcha el proceso de impresión. El religioso, que coordinaba el grupo de trabajo, me comentó que como pocas veces los empleados hablaban del libro, un tanto extrañados con admiración y entusiasmo.
Se congratuló conmigo por el interés que estaba suscitando y me auguraba una incitante y buena salida.
Tan pronto como lo tuvo impreso, me llamó para satisfacción y alegría mutuas.
Pasada una semana, volvió a llamarme, pero esta vez con tono preocupado y entristecido: —¡Ay Benjamín, no sé cómo comunicarte lo que ha ocurrido!
Le repuse enseguida: —No sufras, que ya sé lo que te pasa. (En ese tiempo era arzobispo de Navarra D. Fernando Sebastián, con el que de alguna manera la editorial quedaba relacionada y subordinada).
Continuó diciéndome el religioso: —Yo, como de costumbre, he dejado sobre una mesa en la sala de la Comunidad provincial, en la que vivo, un ejemplar de tu libro.
Uno de los consejeros nada más poner su vista y manos en la palabra homosexualidad, gritó: “Pero, dónde vais, esto nos va a armar un cirio, un gran problema”. Y de inmediato vino la orden de que la edición debía desaparecer, ser quemada o destruida como fuera.
El amigo religioso estaba desolado y no sabía cómo hacer para disculparse. Trataba de atemperar mi frustración y me propuso que yo podía disponer del libro para poder publicarlo en otra editorial, retirando lo pertinente a la suya.
Y, en eso quedamos, sin ninguna dificultad.
Les escribí una carta en tono y términos evangélicos y le rogué, eso sí, que me enviase algunos ejemplares, que me sirvieran de testimonio y testigo de lo ocurrido.
Me llegaron los libros. Visto todo, y atendiendo al contexto eclesial dominante, pensé que no habría editorial católica que se atreviera a publicar el libro y renuncié a hacerlo, aunque no del todo. Me limité a quitar el capítulo de la homosexualidad y suplirlo por otro –para mí mucho más peligroso– “Jesús y el poder, ayer y hoy”, y lo ofrecí a otra editorial, que sí lo publicó, bajo el título “Con la libertad del Evangelio”.
Como se ve, los tiempos oficiales de entonces, ya posconciliares, no apostaban por el cambio. La trama autoritaria de la Curia romana estaba bien fortalecida y quienes no hacían gala de pensar por cuenta propia y obrar con libertad, prestaban un plus de autoritarismo al que les venía de más arriba.
A este respecto, creo que puede enseñarnos algo recordar las palabras que mi profesor Bernard Häring me dijo cuando fui llamado a Roma para explicarme ante mi Gobierno General, por el proceso extraordinario que se me había abierto por mi libro Nueva Etica Sexual.
Tras casi una hora en qué mi profesor se explayó detallándome cómo lo habían maltratado y humillado, yo le dije: “Pues mire, Padre, el cardenal Ratzinger me comunica que mi libro ha perturbado a los fieles de la Iglesia”. Movido como por un resorte, se levantó y gritó: “Lui ha turbato la Chiesa entera”.
Llegó la hora de despedirnos, cariñosamente me acompañó hasta la calle y, abrazándome, me dijo: “Coraggio, Padre, Dio é grande, Ratzinger é piccolino”.
Puedo también ahora recordar las palabras que, en carta entrañable, me escribió luego: “Recuerdo con mucho gusto su visita y admiro el don de serenidad que ha recibido de Dios. He leído su libro. Ciertamente es expresión de gran sinceridad y también de gran amor a la Iglesia y de un gran esfuerzo para que la Iglesia muestre su verdadero rostro a imagen de Cristo misericordioso”.
Sus palabras me sirvieron mucho, porque un compañero de curso, sospecho que incitado por la autoridad, me llamó y trataba de persuadirme en tono áspero y violento: “Es la hora de obedecer, de aceptar la cruz, porque si no todo lo que has hecho en tu vida, no vale para nada”. Y me lo recalcó varias veces.
Concluyo este breve relato con unas palabras más del profesor que tanto me apoyó y que ha sido uno de los mejores moralistas de la Iglesia, perito del concilio y confesor de Papas.
“Los teólogos del Santo Oficio miran al pasado, encubren un concepto de Iglesia-Magisterio estático y ahistórico. No se acepta prácticamente que la Iglesia “encarnada” en el Santo Oficio pueda errar y tenga que aprender algo de los esfuerzos unidos de los teólogos y de los expertos en otras disciplinas. … No piensan en lo que se ha dicho durante el concilio Vaticano II, es decir, en el grave daño que se puede inferir a la credibilidad de la Iglesia”.
“¿Qué hacer? Sufrir con Cristo y por su Iglesia y también reclamar justicia y fórmulas más respetuosas para con el teólogo acusado… Repito, querido amigo: quien quiere servir a la Iglesia como teólogo, debe estar dispuesto a sufrir y también a progresar en el discernimiento con el Magisterio, con todo el pueblo de Dios y con la gran comunidad de los teólogos de todo el mundo”.
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