Rufo Gonzalo
Redes Cristianas
Comparto su intención introductoria: “ante la prolongada crisis… del sacerdocio… me ha parecido necesario remontarse a las raíces más hondas del problema” (p. 31). Lo que no comparto es que estas raíces estén en no aceptar que el sacerdocio de Jesús conserva las mismas exigencias -excepto el carácter hereditario- que el sacerdocio levítico. Llama la atención que se identifique casi siempre el sacerdocio de Jesús sólo con el sacerdocio ministerial. El sacerdocio de Jesús, único sacerdote, se realiza antes en los bautizados: “nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre” (Ap 1,6; 5,10); “como piedras vivas, entramos en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios agradables a Dios por medio de Jesucristo… Somos linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por Dios para anunciar su proezas…” (1Pe 2,5.9). El sacerdocio ministerial, como indica su calificativo, es relativo al sacerdocio fundamental, al que sirve.
El celibato es exigido por el sacerdocio según “la conciencia colectiva de Israel” (p. 49). Así lo entiende el cardenal Sarah: “Benedicto XVI muestra cómo el paso del sacerdocio del Antiguo Testamento al sacerdocio del Nuevo Testamento conlleva el paso de una `abstinencia sexual funcional´ a una `abstinencia ontológica´” (p. 80). Tesis claramente contraria al concilio Vaticano II: “la perfecta y perpetua continencia por el Reino de los cielos… ciertamente nos es exigida por la naturaleza misma del sacerdocio” (PO 16). San Pablo VI, que quiso concretar al Vaticano II en esta materia, reconoce que el celibato no es exigencia esencial del sacerdocio, sino de la ley impuesta por la autoridad de la Iglesia. De ahí el respeto y estima de la disciplina de las Iglesias Orientales. La encíclica “Sacerdotalis caelibatus” lo deja muy claro:
– N. 15: “Ciertamente, el carisma de la vocación sacerdotal, enderezado al culto divino y al servicio religioso y pastoral del Pueblo de Dios, es distinto del carisma que induce a la elección del celibato como estado de vida consagrada (cf. n. 5, 7); mas, la vocación sacerdotal, aunque divina en su inspiración… toca a la autoridad de la Iglesia determinar… cuáles deben ser los hombres y cuáles sus requisitos, para que puedan considerarse idóneos para el servicio religioso y pastoral de la Iglesia misma”.
– N. 17: “Ciertamente, como ha declarado el Sagrado Concilio Ecuménico Vaticano II, la virginidad «no es exigida por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias Orientales»”.
– N. 38: “Si es diversa la legislación de la Iglesia de Oriente en materia de disciplina del celibato en el clero, como fue finalmente establecida por el Concilio Trullano desde el año 692, y como ha sido abiertamente reconocido por el Concilio Vaticano II, esto es debido también a una diversa situación histórica de aquella parte nobilísima de la Iglesia… Aprovechamos esta ocasión para expresar nuestra estima y nuestro respeto a todo el clero de las Iglesias orientales…”.
Dice: “en los fundamentos de la grave crisis en que hoy se encuentra el sacerdocio existe un defecto metodológico en la acogida de la Escritura como Palabra de Dios… El abandono de la interpretación cristológica del Antiguo Testamento ha llevado a muchos exégetas contemporáneos hacia una teología del culto deficiente. No han entendido que, lejos de abolir el culto y la adoración debidos a Dios, Jesús los asumió y les dio cumplimiento en el acto de amor de su sacrificio” (p. 31-32).
Jesús abolió el culto y el sacerdocio rituales del Templo. “Se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad…. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad” (Jn 4,21-24). Jesús, al hacerse “templo de Dios”, hace de su vida “el culto y la adoración debidos a Dios”. Los bautizados “se han revestido de Cristo… son uno en Cristo Jesús” (Gál 3,27-28). En su Espíritu “han sido hechos reino y sacerdotes para Dios, su Padre” (Ap. 1,6; 5,10).
En la primera parte del texto expone la “estructura exegética fundamental que permite una teología del sacerdocio acertada” (p. 32). Comienza reconociendo que el movimiento de Jesús, al menos en la prepascua, es laical. Los saduceos, la aristocracia sacerdotal del Templo, “se fijaron en Jesús y su movimiento solo después de la última Pésaj [Pascua] de Jesús en Jerusalén” (p. 33). Le juzgan, condenan y ejecutan porque “los ministerios de la comunidad que empezó a constituirse en torno a Jesús no podían pertenecer al marco del sacerdocio veterotestamentario” por no ser hereditarios de la tribu de Aarón-Leví. Salvo el carácter hereditario, Jesús asumió y conservó la esencia del sacerdocio levítico en los ministerios de su comunidad, en los que, lógicamente, se incluía la abstinencia matrimonial. Esta pretensión de abolir la determinación familiar de Dios que “enviaba hijos a los padres”, asegurando “la continuidad de la jerarquía sacerdotal de Israel”, sería la razón de los saduceos para enjuiciar y condenar a Jesús.
Esta tesis no tiene fundamento bíblico alguno. Los ministerios en la comunidad de Jesús no aparecen nunca como sacerdotales. La carta a los Hebreos interpreta la vida de Jesús como sacerdotal: “por hacerse semejante a sus hermanos” (Hebr 2,17-18); “en los días de su vida mortal… proclamado por Dios sumo sacerdote según el rito de Melquisedec” (Hebr 5,5-10). Toda su vida es ofrecida en la muerte como amor fiel a Dios y a la humanidad: “Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos” (Hebr 9,11-28). Su sacerdocio fue curar, alimentar, anunciar y vivir el Reino, formar una comunidad continuadora de su tarea, dotada de servidores diversos. A estos servidores el Nuevo Testamento nunca les llama “sacerdotes”. Su nombre alude a los diversos servicios: apóstoles, profetas, maestros, hacen milagros, curan, cuidan la beneficencia, gobiernan, hablan lenguas… (1Cor 12,28). Otros nombres proceden de la sociedad civil: presbíteros, supervisores (obispos), presidentes (proistamenoi), dirigentes (egoúmenoi), esclavos (douloi), servidores (diakonoi).
“A comienzos del siglo III se empieza a designar a los ministros de la Iglesia como `sacerdotes´, lo que supone una comprensión claramente sacralizada de las personas que presiden el culto de la comunidad cristiana” (J. M. Castillo: Símbolos de libertad. Teología de los sacramentos. 3ªed. P. 107. Sígueme. Salamanca. 1981). Exponente del cambio es san Cipriano, obispo de Cartago a mediados del siglo III (249-58). Para él “los que han sido dignificados con el divino sacerdocio… no deben dedicarse nada más que al servicio del altar y de los sacrificios y a pronunciar las preces y oraciones” (Epístola I,1). “Según la formulación de Cipriano, lo que caracteriza el ministerio cristiano no es ya el servicio del evangelio o el ministerio de la Palabra de Dios, sino el servicio sagrado del altar y de los sacrificios. La mentalidad cristiana que fue exactamente formulada por san Pablo en 1Cor 9,13-14, y según la cual `los que anuncian el evangelio´ se contraponen a `los que sirven al altar´, aparece en Cipriano exactamente puesto al revés… Cipriano ha dado el giro decisivo: se ha apartado de la mentalidad del Nuevo Testamento; y se ha situado en perfecta continuidad con la idea del sacerdocio que existía en la cultura pagana del imperio” (o.c., p. 108).
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