Esta grave situación nos da la ocasión no sólo pensar en lo que vendrá después de la pandemia sino de volvernos sobre nosotros mismos, sobre las cuestiones cotidianas como la construcción continuada de nuestra identidad y el moldeado de nuestro sentido de ser. Es una tarea nunca terminada incluso bajo el confinamiento social. Dos provocaciones, entre otras muchas, están siempre presentes y tenemos que explicarlas: la aceptación de los propios límites y la capacidad de desapegarse.
Todos vivimos dentro de un arreglo existencial que por su propia naturaleza es limitado en posibilidades y nos impone innumerables barreras: de profesión, de inteligencia, de salud, de economía, de tiempo y otras. Hay siempre un desfase entre ente el deseo y su realización. Y a veces nos sentimos impotentes ante hechos que no podemos cambiar, como la presencia de una persona con sus altibajos o de un enfermo terminal. Tenemos que resignarnos frente a esta limitación intransferible.
No por eso tenemos que vivir tristes o sin posibilidad de crecer. Hay que ser resignados, creativamente resignados. En vez de crecer hacia fuera, podemos crecer hacia dentro a medida que creamos un centro donde las cosas se unifican y descubrimos cómo de todo podemos aprender. Bien decía la sabiduría oriental: “si alguien siente profundamente a otro, este lo percibirá aunque esté a miles de kilómetros de distancia”. Si te modificas en tu centro, nacerá en ti una fuente de luz que irradiará a los otros.
La otra tarea consiste en la búsqueda de la autorrealización. Esta, esencialmente, es la capacidad de desapegarse. El budismo zen pone como test de madurez personal y de libertad interior la capacidad de desapegarse y de despedirse. Si observamos bien, el desapego pertenece a la lógica de la vida: nos despedimos del vientre materno, después de la infancia, de la juventud, de la escuela, de la casa paterna, de los parientes y de las personas amigas. En la edad adulta nos despedimos de trabajos, profesiones, del vigor del cuerpo y de la lucidez de la mente que irreversiblemente van disminuyendo hasta cesar, y ahí nos despedimos de la propia vida. En estas despedidas crecemos en nuestra identidad pero a costa de dejar atrás un poco de nosotros mismos.
¿Cuál es el sentido de este lento despedirse del mundo? ¿Mera fatalidad irreformable de la ley universal de la entropía? Esa dimensión es irrefutable, pero ¿no guardará un sentido existencial a ser buscado por el espíritu? Si en realidad somos un proyecto infinito y un vacío abismal que clama por plenitud, ¿no será que este desapegarse significa crear las condiciones para que un Mayor venga a llenarnos? ¿No será el Ser Supremo, hecho de amor y de misericordia, que nos va quitando todo para que podamos ganar todo, en el más allá, cuando nuestra búsqueda finalmente descansará, como el cor inquietum de San Agustín?
Al perder, ganamos y al vaciarnos quedamos plenos. Dicen que esta fue la trayectoria de Jesús, de Buda, de Francisco de Asís, de Gandhi, de Madre Teresa, de Hermana Dulce y yo creo que también del Papa Francisco, el mayor de los humanos de hoy.
Tal vez una historia de los maestros espirituales antiguos nos aclare el sentido de la pérdida que produce una ganancia.
«Había una vez un muñeco de sal. Después de peregrinar por tierras áridas llegó a descubrir el mar, que nunca había visto antes, y por eso no podía entenderlo. El muñeco de sal preguntó: “¿Quién eres?” Y el mar respondió: “Soy el mar”. El muñeco de sal volvió a preguntar: “¿Qué es el mar?” Y el mar dijo: “Yo soy el mar”. “No entiendo”, dijo el muñeco de sal, “pero me gustaría mucho entenderte; ¿cómo lo hago?” El mar simplemente respondió: “Tócame”.
Entonces el muñeco de sal tocó tímidamente el mar con la punta del pie. Notó que el mar empezaba a ser comprensible, pero pronto se dio cuenta de que las puntas de sus pies habían desaparecido. “Oh, mar, mira lo que me has hecho”, dijo. Y el mar respondió: “Tú diste algo de ti mismo y yo te di comprensión; tienes que darte todo para comprenderme totalmente”.
Y el muñeco de sal comenzó a entrar despacio mar adentro, lenta y solemnemente, como quien va a hacer lo más importante de su vida. Y a medida que entraba se iba diluyendo y entendiendo al mar cada vez más. Y el muñeco seguía preguntando: “¿qué es el mar?”. Hasta que una ola lo cubrió por completo. Todavía pudo decir, en el último momento, antes de diluirse en el mar: “Soy yo”».
Se desapegó de todo y ganó todo: el verdadero yo
*Leonardo Boff es autor de Tiempo de Trascendencia (2009) y Saudade de Dios (2019) Sal Terrae.
Traducción de Mª José Gavito Milano
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