La pandemia, que estamos sufriendo, además de una desgracia, es también una gran maestra, que nos está enseñando cosas importantes, que no podíamos imaginar. Por ejemplo, una de esas cosas, que la pandemia está poniendo al descubierto, es lo poco que representan e influyen las religiones en los problemas más graves que afectan y preocupan a la humanidad. ¿Qué está aportando la religión en el desastre espantoso que está sufriendo un país como es Estados Unidos? ¿Para qué ha servido la religión en esa potencia mundial? ¿Para que el presidente se haga una foto enseñando una Biblia que levanta con una mano? ¿Y qué decir de España?
Cuando han cerrado los templos y han prohibido las procesiones, la “gente de Iglesia” no sabía qué hacer. Según los Evangelios, Jesús no mandó construir un templo. Ni organizó procesiones. Y, sin embargo, la imagen de Jesucristo es probablemente la imagen mundial más conocida y presente en el mundo. ¿Qué nos viene a decir todo esto?
Me limito al cristianismo. Lo que puedo decir, desde mi avanzada edad, es que el acontecimiento más importante, que se ha vivido en la Iglesia, desde la segunda guerra mundial hasta este momento, ha sido el Concilio Vaticano II (1962-1965). Sin embargo, este acontecimiento tan importante, ¿ha sido el más influyente?
Paradójicamente, más influyente que el Concilio, para el futuro de la Iglesia, está siendo, no el Concilio, sino la crisis del clero. Una crisis, que estamos palpando, sintiendo y viviendo, cada día con más fuerza, precisamente por causa de la pandemia que nos azota, sobre todo a los mayores.
¿Por qué digo que la crisis del clero va a ser más determinante, para el futuro de la Iglesia, que las decisiones de gobierno que tomó el Concilio? Porque el Concilio dijo muchas cosas sobre la teología de la Iglesia y su presencia en el mundo. Pero, en realidad, modificó muy pocas cosas importantes, para el cambio que la Iglesia necesitaba –y sigue necesitando– para tener una presencia influyente en este mundo y en la sociedad en que vivimos. Lo estamos palpando: la pandemia, no sólo ha marginado a la religión y a la Iglesia, sino que además está dejando patente que una situación tan grave como ésta, ni necesita la religión, ni necesita a la Iglesia, tal como religión e Iglesia vienen funcionando desde hace siglos.
¿Cabe decir –como escapatoria– que, ni la religión ni la Iglesia, están en este mundo para resolver (o ayudar a resolver) situaciones y crisis como la que estamos padeciendo? Entonces, ¿para qué están en este mundo la religión y la Iglesia? ¿para que seamos “buenos” y “vayamos al cielo”? Eso, por supuesto. Pero, ¿eso es todo?
Vuelvo a lo que he dicho antes. Uno de los hechos más patentes, que estamos viviendo y se está agudizando con la actual crisis mundial, es que, además de la crisis sanitaria y de la crisis económica, estamos viviendo y palpando que el futuro de la Iglesia, tal como está organizada y como actúa en la actualidad, será relativamente pronto insostenible. ¿Por qué?
Porque el clero, tal como está legislado actualmente en la Iglesia católica, envejece y disminuye de manera que, dentro de pocos años, no habrá hombres célibes, suficientes y debidamente preparados, para que sea posible que todos los fieles cristianos puedan participar en la eucaristía, según la actual legislación de la Iglesia.
Este hecho se basa, como es lógico, en dos hechos que el gobierno supremo de la Iglesia puede modificar, sin necesidad de modificar para nada la teología dogmática de la Iglesia católica. El celibato eclesiástico no es dogma de fe. Como tampoco lo es que los presbíteros tengan que ser necesariamente varones, de forma que no puedan ser mujeres en ningún caso.
Por otra parte, la debida preparación de hombres casados y de mujeres, para ejercer el ministerio sacerdotal, no se puede improvisar. Es una formación que requiere su tiempo. Y ya no se puede diferir más. Los fieles cristianos tienen derecho a ser atendidos debidamente por la autoridad competente de la Iglesia. Y ha llegado el momento de que esta decisión se tome lo antes
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