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jueves, 26 de marzo de 2020

ÁFRICA HA VENIDO A MÍ…

FE ADULTA
KOLDO ALDAI

Una furgoneta familiar anuncia pan caliente por las calles de una aldea tranquila; una primavera silenciosa se da a conocer alrededor de nuestro caserío con bocina mucho más discreta. El pájaro no necesita claxon para compartirnos que construye feliz nueva morada. Las nubes no dejan de bailar al son de un viento ya templado. La vida no se ha detenido, sólo un breve paréntesis para permitirnos a nosotros y nosotras sumar los mejores materiales para el ancho nido planetario, construir nueva y más solidaria Tierra, encarnar olvidada esperanza y poderosa primavera. 
Los mutuos y elogiosos aplausos no se detengan. El miramiento por el otro se perpetúe. “En su día no reuní valor suficiente para marchar a África y ahora África ha venido a mí…”, nos comparte, igual de feliz que el pájaro, una valiente y entregada enfermera amiga. En realidad, África nos ha llegado a todos y, como decía el lehendakari, éste es el momento en que podemos dar lo mejor de nosotros mismos. Éste es el momento de la entrega grande y sincera que siempre habíamos aguardado y que ahora de repente, con estos pelos cargados de canas, con este apego de mullida butaca, se nos brinda...
Ahora que marcha ese amago de invierno, el mayor problema sería que el corazón unido se enfriara, que ya no hiciéramos sabroso bizcocho para toda la escalera, que dejáramos de cantar poderosas "arias" en los balcones de unas ciudades sin "Covi 19". El único error sería que el vecino volviera a ser extraño, que todo de nuevo como en el pasado, antes que ese coronavirus omnipresente irrumpiera en nuestras vidas y vocabulario.
Ojalá toda esta crisis represente un parteaguas. Se impone el "antes y después", la fractura con todo lo caduco o lo que es lo mismo lo antiguo, lo separado, lo insolidario. El gran fallo sería que el desafío del virus no revirtiera en positivo. El mayúsculo error sería no aprovechar esta preciosa crisis para dar un gran salto en nuestra conciencia colectiva. El final fatal sería que a la postre nada hubiera cambiado; que una vez el virus controlado (nos cuesta utilizar la palabra vencido para un ser vivo), las distancias no cayeran; que después de haber vivido la lúgubre separación, los más sólidos tabiques no se desplomaran; que las fronteras de todo orden no desaparecieran. El virus ha hecho que aflorara la inconsciencia de haber permanecido tanto tiempo separados, ha evidenciado cuánto nos necesitamos los unos a los otros.
El precio pagado no sea en balde. “Volveremos a juntarnos...”, “Romperemos ese metro de distancia entre tú y yo...” “Ya no habrá una distancia…”, no sean sólo frases bonitas que saltan raudas de móvil en móvil. Podamos hacer todo ello realidad. Que no sean sólo canciones que casi automáticamente nos aprestamos a compartir con nuestros contactos y grupos de whasap. Podamos encarnar lo que a toda velocidad tecleamos.

Nada nos ha unido como este bichito que en realidad no era “chino”. Le hemos mirado a los ojos y no los tiene rasgados, como proclama Trump. Se ha hecho presente por doquier, porque no había otra forma de relegar esa otra pandemia mucho más peligrosa y letal de la separatividad.

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