Al comienzo de este año 2020, en los días del debate de investidura del socialista Pedro Sánchez, ante el gravísimo peligro y temor de que lograra ser investido presidente del Estado español en coalición con los pérfidos comunistas y chavistas de Podemos y gracias al voto activo o pasivo de los sediciosos nacionalistas catalanes y vascos, el cardenal Antonio Cañizares, arzobispo de Valencia y Vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española se dirigió a los cristianos valencianos en una carta pastoral titulada EN ESTA HORA CRUCIAL PARA ESPAÑA ¡ORAD POR ESPAÑA!, en la que insiste: “Pido encarecidamente, y me pongo de rodillas ante todos, que a partir de hoy y en los días sucesivos se ore por España. La situación urge y apremia. Para Dios nada hay imposible”. Y termina su texto con todas las letras en mayúscula, como se merecería la carta pastoral entera: “OS LO REPITO: ORAD POR ESPAÑA”.
No sabría decir cuál de las cosas me resulta más patética y ajena: si la delirante idea que Monseñor Cañizares tiene de España, la absurda imagen que se hace de Dios o el grotesco modelo de Iglesia que representa. Si España fuera o hubiera de ser aquello por lo que el cardenal llama a rezar, yo no querría tener pasaporte español, como no querría ser contado en la Iglesia nacional-católica que el arzobispo propugna, ni podría orar a un Dios que fuera el todopoderoso Monarca extramundano que en su imaginario rige, sin réplica posible, el destino de las personas y del universo.
Sin embargo, aun entonces, lo digo de todo corazón, seguiría estimando y admirando España con sus diferentes pueblos y naciones hermanas, sus culturas, lenguas y acentos diversos, sus paisajes tan distintos y a cuál más bellos. Seguiría sintiéndome hijo, pobre hijo agradecido, de la Iglesia de Jesús, la Iglesia de todos los pobres, sin fronteras ni ataduras, la Iglesia que me engendró, me nutre y acompaña. Y seguiría orando, adorando y respirando –¡ojalá que con todo mi ser!– el Aliento Vital que arde en el sol y en cada estrella, en cada átomo y cada copo de nieve, en cada célula, cada hierbecilla y cada insecto, en cada koala devorado por las llamas de Australia. Respirar el Aliento Vital: eso es en el fondo rezar u orar.
Pero las tradiciones teístas, los grandes monoteísmos en particular, nos han acostumbrado a orar “hablando” a Dios para alabarle o pedirle perdón, darle gracias o suplicarle. Sobre todo suplicarle: “Te rogamos, óyenos”. Como si Dios fuese un personaje que necesita ser obedecido y halagado, que escucha y a veces responde, que se enoja y luego se calma y perdona, que escoge a quien quiere y castiga a quien le parece, que solo una vez se dignó encarnarse y lo hizo en el judío Jesús concebido sin varón en el vientre de María hace 2000 años en este planeta Tierra donde los obispos le representan. A eso llaman un “Dios personal”. Yo no puedo rezar a ese “dios”, ni darle gracias ni pedirle perdón, ni suplicarle por la España Una y Grande ni por la independencia de Catalunya o de Euskadi ni siquiera por la justicia y la paz en la Tierra.
Mi problema no es lo más grave. En el caso –probable y para mí muy deseable– de que no se cumplan todas las intenciones de las oraciones solicitadas, el mismo arzobispo purpurado debería ofrecer una explicación a los diocesanos que con todo su fervor hayan rezado a Dios por la España integrista y la Iglesia nacional-católica. ¿Cómo les explicará que Dios no los haya escuchado o que, habiéndolos escuchado, no les haya concedido lo que pedían? Como profesor de teología que fue, el arzobispo purpurado debe de saber que San Agustín no considera más que tres razones posibles para que Dios, siendo omnipotente, no acceda a nuestras peticiones: malus, male, malum. Es decir: o bien que el orante es malo (malus), o bien que lo haya pedido de mala manera (male), o bien que lo pedido es algo malo (malum). Prepárese el cardenal para esta espinosa lección teológica que deberá impartir.
Claro que el problema no está en “Dios”, sino en nuestra imagen de Dios. Ya es hora de que los cristianos cambiemos de Dios y de oración. Y no se trata de inventar nada, sino de volver a lo más profundo que han enseñado los grandes maestros/as espirituales, que es como decir maestros/as de vida, tanto en las tradiciones místicas orientales como en las tradiciones proféticas monoteístas, como también en las filosofías espirituales no religiosas. Dios es el Alma o el Aliento o la Vida de cuanto es.
¿Y orar? En el fondo, es lo mismo que se llama “meditar” en las sabidurías orientales o “contemplar” en la tradición monástica. Orar es calmar nuestra mente inquieta. Orar es hacer silencio y, en el Gran Silencio, acoger la Revelación del Misterio que resuena en todo lo que es y en el fondo de nuestro ser: “Yo soy Quien soy”. Orar es “engolfarse en Dios”, en palabras de Teresa de Ávila. Orar es “surcar lo más profundo de mis sentimientos y pensamientos” (Frei Betto). Orar es hacerse presente: Aquí estoy, yo soy. Orar es despertar a la conciencia de SER uno con todo en la diversidad de todas las formas. Orar es respirar el Aliento y espirarlo, en quietud y en compasión solidaria subversiva. Orar es ser y transformar.
En cuanto al Partido Socialista y a Podemos, dos palabras simplemente: Gracias y ánimo. ¡Gracias por haber formado este gobierno! Y ánimo para la difícil y crucial tarea que os espera: construir una España mucho más justa, laica y confederal, donde quien quiera pueda entrar y quien quiera pueda salir, en la Europa y en la Tierra de todos los pueblos hermanos, unidos. Es la causa más santa, y será la oración por excelencia, la realización de nuestro ser profundo.
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