La cumbre mundial sobre el clima que tuvo lugar en Madrid en la primera mitad de diciembre de 2019 (COP25), que bien pudiera llamarse cumbre de la irresponsabilidad, terminó con decepcionantes desacuerdos entre las partes, ausencia casi total de compromisos concretos y evasión de responsabilidades por parte de los grandes países contaminantes.
En mi opinión, la causa profunda del fracaso de la cumbre de Madrid y de otros eventos similares, es que no se acaba de entender que la crisis ambiental y la crisis social no existen por separado sino que ambas afectan a la naturaleza y al hombre como ser social al mismo tiempo, que la humanidad se enfrenta a una crisis socioambiental en la que la preservación del medioambiente se entrelaza en forma compleja y cada vez con mayor amplitud en el transcurso del tiempo, con la necesidad de combatir la pobreza, de reducir las enormes desigualdades, tanto entre individuos y sectores sociales como entre naciones, y de reconocer y respetar la dignidad de los excluidos, entre otros candentes problemas sociales.
Sólo a título de ejemplo, mencionaré como se articula en esta problemática uno de los factores más importantes, el crecimiento demográfico. La población humana aumentó de 3 mil millones en 1960 a 7.7 mil millones en la actualidad (más del doble) y, según estimados de la ONU, alcanzará un pico de 10.9 mil millones alrededor del año 2100. Asociado a este crecimiento tenemos que considerar su impacto sobre los ecosistemas, el cual depende a su vez de múltiples factores, como los hábitos exagerados de consumo, la desigual distribución de la riqueza, las políticas que ignoran los derechos de la mujer a la educación, salud, independencia económica y planificación familiar, y el agotamiento de los recursos naturales debido al desmedido afán de lucro de los poseedores de capital que se inicia con la Revolución Industrial y se acentúa en esta era de la globalización, entre otros muchos.
Resulta imprescindible un enfoque integral de la crisis que tenga en cuenta, simultáneamente, sus aspectos medioambientales y sociales. Entre estos últimos, en nuestro tiempo, es de la mayor importancia todo lo relacionado con la diversidad cultural. Cualquier intento de rectificación de políticas ecológicas requiere, por tanto, de una aproximación integral, holística, que vincule la ecología con los fenómenos sociales. El camino a seguir es construir una ética ecológica que, inevitablemente, condenaría el orden económico que prevalece en el mundo actual, con su caos productivo, despilfarro, guerras de rapiña y las enormes desigualdades que genera. El enfoque axiológico debe presidir los programas de protección de la naturaleza. Preservar, por ejemplo, especies animales o vegetales en peligro de extinción mientras se olvida que millones de seres humanos sufren en el mundo una degradante miseria, o bloquear económica, comercial y financieramente poblaciones enteras para obligar a la aceptación de un poder hegemónico, como se ha impuesto a Cuba durante las últimas seis décadas es, por decir lo menos, una conducta hipócrita.
Sabemos que el avance hacia una ecología integral tropieza con dificultades que pudieran parecer insuperables. Entre ellas, el egoísmo de los que ostentan el poder y la riqueza. ¿Qué misteriosa fuerza telúrica podría convencer a los que ni siquiera saben qué hacer con lo que poseen de la urgencia de limitar el derroche, de pasar a un modo de vida más simple y austero, de alcanzar la sostenibilidad? Esta idea, por cierto, no es nueva. El escritor norteamericano Henry David Thoreau (1817-1862), desde su cabaña a orillas del lago Walden, en su obra “Life in the Woods” (1854) abogó por una vida más simple y austera (“¡Simplify, simplifo...”) y tuvo una gran influencia póstuma en los medioambientalistas radicales de la década de 1960 y posteriores.
No puede haber solución a los problemas ecológicos si se niega la existencia de una crisis socioambiental, se ignoran consideraciones éticas y se fragmenta la realidad. El camino de la rectificación pasa por el desarrollo de una ética ecológica integral que abarque no sólo a nuestra especie sino a todos los seres vivos y al mundo inanimado que nos rodea. Por otra parte, para que tenga éxito, todo programa para combatir la pobreza a gran escala tiene que ir acompañado de programas paralelos de protección de la naturaleza, como bien explica el Papa Francisco en “Laudato si”, primera encíclica de un papa en el tema ecológico. Un primer paso de avance en esta rectificación sería el reconocimiento universal de que todo ser humano, sin exclusión alguna, tiene derecho a que se respete su dignidad como persona y a disfrutar racionalmente y en paz de los bienes que ofrece la madre naturaleza.
Lamentablemente, el tiempo que tenemos para rectificar se agota rápidamente y ésta no es posible sin cambios radicales en las estructuras de poder que existen en el mundo. La biodiversidad global declina aceleradamente; más de un millón de especies animales y vegetales desaparecerán del planeta en las próximas décadas. En octubre de 2018 el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de la ONU advirtió que sólo nos quedaban aproximadamente once años (diez ahora) para realizar los grandes cambios sistémicos necesarios para salvarnos de la destrucción ecológica. La advertencia podría percibirse como demasiado apocalíptica, pero lo cierto es que estamos corriendo el riesgo de dejar a nuestros hijos y a nuestros nietos un mundo además de injusto y violento, degradado, contaminado y empobrecido.
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