Jaime Richart, Antropólogo y jurista
Todos los pueblos del mundo merecen elogio… salvo los que cometen o consienten brutalidades. Pero en este periodo de la historia de España, crítico para el pueblo catalán, me incumbe un análisis del por qué toca elogiarle, y del por qué comparto sus aspiraciones y lamento los oprobios a que le ha sometido el estado español. Ya se sabe, cuanto menos civilizado es un pueblo, más intolerante hacia lo que no encaja férreamente con el talante de sus jerarcas y con el modelo político que estos tienen en la cabeza. En este caso escudados en un texto constitucional que, por las vicisitudes que concurrieron en su día cuando fue aprobado por el pueblo español, debiera considerarse abierto y no cerrado con la rigidez del testarudo.
Por otro lado, también es sabido, siempre es difícil hacer concesiones al adversario y mucho más si al adversario se le convierte en enemigo por motivaciones ideológicas. Pero quizá es aún más complicado ser tolerante con los intolerantes. Y en el caso que nos ocupa, los intolerantes han sido los gobernantes españoles. Vuelvo a enfatizarlo: el nivel de civilización de un pueblo se mide por el grado de tolerancia del legislador al elaborar la ley y por el de benevolencia de la justicia ante quienes supuestamente la transgreden. Pero resulta que antes de calificar jurídicamente la transgresión sujeta a enjuiciamiento es preciso valorar si, por el modo de valorar e interpretar tanto los hechos como la norma que los condena, hubo o no voluntad predeterminada al dictarse
sentencia. Y en el caso catalán, todos los datos mencionados y la propia sentencia parecieron más propios de un casus belli que de un conflicto político surgido en un Estado democrático…
sentencia. Y en el caso catalán, todos los datos mencionados y la propia sentencia parecieron más propios de un casus belli que de un conflicto político surgido en un Estado democrático…
El “asunto catalán” puede ser un banco de prueba para lo que acabo de decir. Veamos. Pudiendo la justicia española haber desdeñado como simulacro el referéndum de autodeterminación convocado por el Govern catalán pues no podía ser vinculante si el Estado español no lo refrendaba (opción que hubiese adoptado un Estado verdaderamente democrático), optó por adoptar una actitud tremendista frente a la consumación del evento.
Interpretó los hechos como muy graves y sentenció a siete gobernantes catalanes a penas gravísimas, incluso superiores a las previstas para delitos de sangre. Todo ello precedido de unos antecedentes escalofriantes: Estatut mutilado por el Tribunal Constitucional (Tribunal que no existe en los demás países de la UE); denegación, explícita o implícita, del referéndum de autodeterminación por parte de los sucesivos gobiernos españoles durante varias legislaturas; votación convocada por los gobernantes catalanes parodiando el referéndum denegado; intervención policial extrema, ordenada por los gobernantes españoles para atajar la puesta en escena del acto reiteradamente desautorizado, y, por fin, imponiendo unas condenas espantosas a siete gobernantes suyos; esto, sin olvidar los defectos de forma en la sustanciación de proceso de los que uno al menos, por ahora, ha destapado el Tribunal de Luxemburgo. Y todo ello en el marco de un presunto Estado democrático que responde con decisiones autoritarias a una solicitud de referéndum cuyo resultado final podía perfectamente autorizarlo en base al artículo 149 de la Constitución, aunque tanto a priori como a posteriori, también no considerarlo vinculante. Y es que, está visto, se puede parecer inteligente manejando la política o interpretando y aplicando las leyes, y sin embargo tener una mente estrecha o deformada…
Por eso yo comprendo muy bien al pueblo catalán. Primero, porque una parte de quienes representan políticamente al pueblo español y su justicia implacable avergüenzan severamente a esa otra parte del pueblo que no percibe desde 1978 avances significativos en el envoltorio democrático, rechaza y deplora tantos comportamientos indeseables y condenables de políticos y gobernantes españoles que, en agravio comparativo con este conflicto político y las penas de siete de sus gobernantes, están quedando sin condena efectiva o si las hubo son demasiado benévolas y en último término no nos consta la restitución de lo indebidamente apropiado o del perjuicio causado.
Segundo, porque la Constitución española en el artículo 2º del Título Preliminar que “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas” invita o incita a considerar el concepto “nacionalidad” como un sustantivo sujeto a un posible desarrollo interpretativo posterior, bien por vía de la que se denomina “interpretación auténtica” (la que hace el propio legislador), bien por parte de terceros legitimados al efecto. Y tercero, porque sostengo personalmente desde hace muchos años que un territorio pequeño es mucho más fácil de gobernar que uno grande. Y en efecto, cuando los aglutinantes son una cultura, unas costumbres y una mentalidad homogéneas, como en este caso, siete millones de seres humanos se ponen más fácilmente de acuerdo en organizarse para convivir que cuarenta y siete millones, de culturas, costumbres y mentalidades diferentes, que es lo que ocurre en el conjunto de España.
En cuanto a la posible objeción acerca de las eventuales injerencias y presiones externas sobre un territorio reducido en tiempos que hace mucho han sido abandonadas las tentaciones de expansión a costa de los territorios limítrofes, también se puede responder que son mucho más fáciles de detectar las injerencias y presiones, y por tanto también más fácil de combatir, que en una población de casi cincuenta millones de almas diseminadas por quinientos mil kilómetros cuadrados, que es el caso de España…
23 Diciembre 2019
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