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domingo, 29 de diciembre de 2019

Apología del pueblo catalán I/II

Jaime Richart, Antropólogo y jurista
Todos los pueblos del mundo merecen elogio… salvo los que co­me­ten o consienten brutalidades. Pero en este periodo de la histo­ria de España, crítico para el pueblo catalán, me incumbe un análi­sis del por qué toca elogiarle, y del por qué comparto sus aspi­raciones y lamento los oprobios a que le ha sometido el es­tado español. Ya se sabe, cuanto menos civilizado es un pue­blo, más intolerante hacia lo que no encaja férreamente con el ta­lante de sus jerarcas y con el modelo político que estos tienen en la ca­beza. En este caso es­cudados en un texto constitucional que, por las vicisitudes que con­currieron en su día cuando fue aprobado por el pueblo español, debiera considerarse abierto y no cerrado con la rigidez del testa­rudo.
Por otro lado, también es sabido, siempre es difícil hacer conce­sio­nes al adversario y mucho más si al adversario se le convierte en enemigo por motivaciones ideológicas. Pero quizá es aún más com­plicado ser tolerante con los intolerantes. Y en el caso que nos ocupa, los intolerantes han sido los gobernantes españo­les. Vuelvo a enfatizarlo: el nivel de civilización de un pueblo se mide por el grado de tolerancia del legislador al elaborar la ley y por el de bene­volencia de la justicia ante quienes supuestamente la trans­gre­den. Pero resulta que antes de calificar jurídicamente la transgre­sión sujeta a enjuiciamiento es preciso valorar si, por el modo de va­lorar e interpretar tanto los hechos como la norma que los con­dena, hubo o no voluntad predeterminada al dictarse
sentencia. Y en el caso catalán, todos los datos mencionados y la propia sentencia parecieron más propios de un casus belli que de un conflicto político surgido en un Estado democrático…
El “asunto catalán” puede ser un banco de prueba para lo que acabo de decir. Veamos. Pudiendo la justicia española haber des­de­ñado como simulacro el referéndum de autodeterminación con­vo­cado por el Govern catalán pues no podía ser vinculante si el Es­tado español no lo refrendaba (opción que hubiese adop­tado un Es­tado verdaderamente democrático), optó por adoptar una acti­tud tre­mendista frente a la consumación del evento.
Inter­pretó los hechos como muy graves y sentenció a siete gober­nantes catala­nes a penas gravísimas, incluso superio­res a las previstas para deli­tos de sangre. Todo ello precedido de unos antecedentes escalo­friantes: Estatut mutilado por el Tribu­nal Constitucional (Tri­bunal que no existe en los demás países de la UE); denega­ción, explícita o implícita, del referéndum de autode­terminación por parte de los suce­sivos gobiernos españo­les durante varias legis­laturas; votación convocada por los gober­nantes catalanes pa­rodiando el referéndum denegado; inter­vención policial ex­trema, ordenada por los gober­nantes espa­ñoles para atajar la puesta en escena del acto reiterada­mente desautorizado, y, por fin, imponiendo unas condenas espanto­sas a siete gober­nantes suyos; esto, sin olvidar los defectos de forma en la sustanciación de pro­ceso de los que uno al menos, por ahora, ha destapado el Tribunal de Luxemburgo. Y todo ello en el marco de un presunto Estado democrático que responde con de­cisiones autoritarias a una solici­tud de referéndum cuyo resul­tado fi­nal podía perfectamente autori­zarlo en base al artículo 149 de la Constitución, aunque tanto a priori como a posteriori, también no considerarlo vincu­lante. Y es que, está visto, se puede parecer inteli­gente manejando la política o interpre­tando y aplicando las le­yes, y sin embargo te­ner una mente estre­cha o deformada…
Por eso yo comprendo muy bien al pueblo catalán. Primero, por­que una parte de quienes representan políticamente al pueblo espa­ñol y su justicia implacable avergüenzan severamente a esa otra parte del pueblo que no percibe desde 1978 avances signifi­cati­vos en el envoltorio democrático, rechaza y deplora tantos com­porta­mientos indeseables y condenables de políticos y gober­nantes espa­ñoles que, en agravio comparativo con este con­flicto político y las penas de siete de sus gobernantes, están quedando sin condena efec­tiva o si las hubo son demasiado bené­volas y en último término no nos consta la restitución de lo indebidamente apropiado o del perjuicio causado.
Segundo, por­que la Constitu­ción española en el artículo 2º del Título Preli­mi­nar que “reco­noce y garantiza el dere­cho a la autonomía de las na­cionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas” invita o incita a considerar el con­cepto “nacio­nali­dad” como un sustan­tivo sujeto a un posible desarro­llo inter­preta­tivo posterior, bien por vía de la que se deno­mina “interpreta­ción auténtica” (la que hace el propio le­gislador), bien por parte de terceros legitimados al efecto. Y ter­cero, porque sos­tengo personalmente desde hace muchos años que un territo­rio pequeño es mucho más fácil de go­bernar que uno grande. Y en efecto, cuando los aglutinantes son una cultura, unas costum­bres y una mentalidad homogéneas, co­mo en este caso, siete mi­llones de seres humanos se ponen más fácilmente de acuerdo en organizarse para convivir que cua­renta y siete millones, de cultu­ras, costumbres y mentalidades dife­ren­tes, que es lo que ocu­rre en el conjunto de Es­paña.
En cuanto a la posible objeción acerca de las eventuales inje­rencias y presiones externas sobre un territorio reducido en tiem­pos que hace mucho han sido aban­donadas las tentaciones de expansión a costa de los territo­rios limítrofes, también se puede res­ponder que son mucho más fáciles de detectar las injerencias y presio­nes, y por tanto tam­bién más fácil de combatir, que en una po­bla­ción de casi cin­cuenta millones de almas diseminadas por qui­nientos mil kilóme­tros cuadrados, que es el caso de España…

23 Diciembre 2019

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