Pepe Mallo
Enviado a la página web de Redes Cristianas
En la apertura del presente Curso Judicial, la Fiscalía General del Estado aporta alarmantes datos sobre agresiones sexuales que, a nivel social, evidencian el aumento de los delitos contra la libertad sexual. En el ámbito eclesiástico, todavía colean en los medios periodísticos ecos y procesos sobre los abusos de clérigos a menores y el correspondiente encubrimiento de la jerarquía. Tampoco faltan comentarios sobre embarazos de religiosas forzadas por la prepotencia y el dominio clerical sobre las personas. Ha quedado de manifiesto que, en la Iglesia, el abuso sexual ha constituido una práctica generalizada, institucionalizada. Y sin embargo sigue aún vigente el celibato obligatorio.
¿El celibato suprime el impulso sexual? Punzante, atrevida y amarga pregunta ante esta deplorable realidad que demanda necesariamente una escrupulosa y madura reflexión. El sexo ha sido y sigue siendo un inmenso quebradero de cabeza para la Iglesia católica. Según el Catecismo, las relaciones sexuales están permitidas solo entre casados y solo con fines reproductivos y de unión. La doctrina cristiana proclama, casi como dogma, que “la castidad integra la sexualidad en la persona, acrecienta el dominio de sí mismo e imita la pureza de Cristo”; y además, en el caso de los consagrados, el celibato facilita de manera eminente la dedicación exclusiva a Dios. Esta visión miope, restrictiva, cuando no negativa, sobre la sexualidad descansa en dos imaginarios supuestos: que la abstinencia sexual es clave para la perfección personal y espiritual y que, además, es posible practicarla de por vida. Insostenibles afirmaciones engañosas y quiméricas. Ahí tenemos los abusos practicados, en diversos tiempos y espacios, por perversos y pervertidos personajes de toda la gama clerical.
El deseo sexual es un impulso primario, innato en todo ser humano. Las leyes biológicas ni envejecen ni mueren. El impulso sexual es una básica exigencia de la naturaleza, y la abstinencia prolongada incrementa, como en el resto de las necesidades vitales, la fuerza del impulso sexual, por mucho que se la intente exaltar como virtuoso ascetismo. Por eso, el celibato impuesto y no vocacional, contradice a la naturaleza y suele ir acompañado de serios problemas que llegan a vulnerar la dignidad del individuo y, sobre todo, su conciencia. Dios nos salve de los “hombres de Iglesia” que quieren hacernos creer que son ángeles. Me atrevería a afirmar que un buen número de eclesiásticos no están libres de “polvo y paja”.
¿Qué aporta substancialmente el celibato a la vivencia del ministerio eclesial? Pregunta procedente cuya respuesta depende de quién la realice. El celibato opcional es de por sí, en sí mismo, sin necesidad de exaltarlo ni divinizarlo, un valor excepcional o sea, fuera de lo natural, que aprecian, asumen y han ratificado muchos creyentes y no creyentes a lo largo de la historia. Su valor intrínseco no es de ninguna manera inherente ni está supeditado a ministerio alguno por muy sagrado que se le quiera concebir.
El narcisismo de la Iglesia, que observa a sus sacerdotes con anteojos espirituales y antiparras umbilicales, llega a proclamar desde las más altas esferas (¿estratosfera?) que “la santa virginidad es más excelente que el matrimonio” (Pío XII: Sacra Virginitas). Aquella soberana facultad de “atar y desatar” parece haber dejado este asunto “atado y bien atado”. Sin embargo, tanto el matrimonio como el celibato se presentan en la vida de cualquier persona como una “opción”; por tanto, una elección y una renuncia. Cuántos sacerdotes descubren su predisposición y aptitud para el ministerio, pero no se sienten “llamados” al celibato. Y así viven en una angustiosa dicotomía.
El tan sacralizado celibato viene a desplazar al matrimonio y, como consecuencia, a infravalorar la familia. La Iglesia intenta establecer un “paralelismo” entre dos opciones “dignísimas”, a cual mejor; pero descaradamente sobrepone el celibato al matrimonio. Una ley puramente eclesiástica ha suplantado lamentablemente a un sagrado “sacramento”. Con esta tremenda contradicción, la Iglesia quiere justificar la antinatural imposición celibataria. El celibato no añade absolutamente nada a la vivencia del ministerio. ¿Acaso son ante Dios más maduros, intachables y perfectos los sacerdotes célibes que los curas casados “legales”, que por haberlos haylos?
El informe fiscal al que he aludido en el preámbulo concluye que los datos aportados plantean la necesidad de reforzar los programas de educación sexual y de emprender medidas de prevención, principalmente en los centros formativos. Deducción aplicable también al estamento clerical. La preparación de los futuros sacerdotes se produce en los seminarios. Los seminarios responden a la idea inicial de captación, afirmación de la vocación y seguimiento de la profesión de sacerdote, el sacerdocio como “medio de vida”. Todo ello se realiza bajo el marco establecido por la Iglesia. La institución se erige en el único organismo dotado de los instrumentos y verificaciones indiscutibles con los que educar a sus futuros miembros. Para lo cual, “sabiamente”, se saca a los adolescentes de su hogar familiar, de su entorno escolar, de su ambiente de amigos y amigas y se le interna en un seminario donde el contacto con la familia y la sociedad será escaso o nulo.
La mayoría de quienes ingresan en los seminarios lo hacen en plena juventud, ilusionados con su vocación, pero psicológica y sexualmente inmaduros y, lo que es más grave, desconocedores del impacto que tendrá en ellos, por un lado, la abstinencia sexual de por vida y, por otro, la privación de una relación emocional y afectiva que el celibato impone. Resultado. Muchos llegan a ser intelectual y físicamente adultos, pero social, emocional, afectiva y sexualmente inmaduros.
Los actuales seminarios tridentinos trabajan en función de una finalidad preestablecida, intentando moldear a los internos en una única dirección, convirtiéndose así en endogámicos. El Vaticano II apostó por una sincera renovación que consiguiese integrar al clero en la realidad religiosa y social de la segunda mitad del siglo XX. Este “abrir las ventanas” supuso una decidida apertura de los seminarios hacia una nueva evangelización, priorizando la integración del aspirante al ministerio en la vida de las parroquias; no solo interviniendo en las funciones litúrgicas sino en cada una de las actividades pastorales de la comunidad, lo que supone contacto directo con personas de todas las edades y sexos. De esta forma el aspirante abandona el enclaustramiento y la incomunicación madurando también en su vida emocional y sexual, afianzándose en su opción de vida y previniendo así posibles y lamentables desvaríos. Las medidas de prevención pasan por rectificar la mentalidad y las leyes. Resulta primordial deslindar y precisar la distinción entre “ley del celibato” e “ideal del celibato”. Y sustituir “obligación” por “recomendación”. Y la reforma significaría revocar la ley del celibato obligatorio.
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