Estos días han sido especialmente intensos en nuestro pequeño Hospital de Campaña en la iglesia de Santa Ana de Barcelona. A la presencia de personas que viven sin hogar, profesionales, voluntarios y turistas se han añadido muchos periodistas que vienen a ver y levantar testimonio de la ciudad oculta.
Matar al mensajero
La presencia de adolescentes y jóvenes en la calle se ha incrementado alarmantemente en los últimos meses. Por un lado, un grupo de menores refractarios a los centros de acogida sobreviven en las calles como pueden. Otro grupo muy numeroso de jóvenes extutelados, trágicamente mayores de 18 años, también están en la calle como almas en pena. Con permiso de residencia, pero paradójicamente sin residencia y sin la posibilidad de trabajar porque para esto no tienen permiso. A ellos se añade un grupo numeroso de jóvenes solicitantes de protección internacional, que proceden de Venezuela, Colombia, Honduras, El Salvador y de diversos países africanos. Están en las calles seis meses hasta que pueden ser acogidos en algún dispositivo dado que se han colapsado los servicios que se ofrecen. Esta vez no pondremos cifras, porque la verdad es que nadie las sabe. Pero muchos de ellos duermen en calles, parques y montes de la gran ciudad.
Ciertamente que las administraciones públicas están dedicando recursos, programas y profesionales. Solo en Cataluña se han creado 3600 plazas en 150 centros, pero en este territorio hay que tener en cuenta que llegaron en 2018 en torno a 3600 menores controlados -algunos no están registrados- y este año hasta mayo son ya 1100 chicos y chicas, pero todavía falta el verano que es cuando más llegan. Sin embargo, las respuestas son claramente insuficientes, descoordinadas y sin visión a largo plazo.
Lo cierto es que desgraciadamente nos estamos acostumbrando a la presencia de adolescentes y jóvenes durmiendo y malviviendo en las calles. Y ante esto no nos podemos callar. Tienen nombres concretos Habib de Marruecos, Fátima de Argelia, Jorge Alberto de El Salvador o Melissa de Senegal. Los que abrimos espacios de acogida y escucha sabemos de sus sufrimientos y no podemos ser cómplices en el silencio.
Error de sistema, ejecuten un reset
En este momento en Roma hay 14.000 personas sin hogar, en San Francisco más de 10.000, en el condado de Los Ángeles hay contabilizadas 58.936 personas sin hogar. En París según datos de su ayuntamiento, hay 3.641 personas sin domicilio fijo y piensen que allí realmente hace frío. En Berlín se estima que hay en torno a 10.000 personas sin hogar y allí se puede morir de congelación.
España contabiliza a final del 2018 en el registro de menores no acompañados 12.500 personas. Pero si nos atenemos exclusivamente a la llegada de menores no acompañados en Italia en los tres últimos años han sido en torno a 50.000, teniendo en cuenta el cierre Salvini. Desde octubre a mayo el servicio de fronteras de EEUU ha localizado 56.200 menores migrantes solos.
Sirvan estos datos para reconocer que se trata de un fenómeno global y de una situación que tiende al agravamiento de forma radical. La exclusión residencial por el encarecimiento de las viviendas o las habitaciones, la precarización del trabajo que hace que haya en la calle personas que están empleadas, la migración global ante la fallida de muchos estados por guerra, inseguridad o desigualdad brutal son las causas determinantes del crecimiento de la pobreza extrema.
La profundidad de este abismo de desigualdad en el territorio rico del planeta nos avisa de la necesidad de un cambio global, de una conversión social de las prioridades. No es una cuestión de implementar unos pocos recursos más.
La urgencia de realizar políticas económicas de justicia y sociales de prevención se hace una prioridad. A veces se habla del efecto llamada a las economías ricas pero más bien hay que hablar del efecto huida de las personas que viven en riesgo para su vida y su futuro.
Las personas sinhogar son el fracaso de toda la sociedad
La pobreza extrema crece en medio de la opulencia. Como dice el papa Francisco asistimos a la globalización de la indiferencia. Esta semana en la misa en recuerdo de su visita a Lampedusa afirmó: “Son personas, no se trata solo de cuestiones sociales o migratorias”.
El informe FOESSA presentado recientemente por Cáritas nos recuerda que la exclusión social se enquista en una sociedad cada vez más desvinculada. El 18,4% de la población española, 8,5 millones de personas, está en exclusión social. Son 1,2 de millones más que antes de la crisis. Vamos para atrás.
Estamos llamados a la implicación de todos los agentes de la sociedad. La acción política internacional, la priorización de las necesidades sociales en las administraciones públicas, la responsabilidad de las entidades sociales y religiosas así como el cambio de estilo de vida de las personas y las familias. No basta un maquillaje puntual para acallar las voces en un suave olvido.
La saturación de los recursos lleva a una gran impotencia a los profesionales que en este momento contienen esta realidad para que permanezca escondida. Educadores en centros de acogida, trabajadores sociales, maestros, educadores de calle, médicos, miembros de fuerzas de seguridad viven un gran desgaste asistiendo a la imposibilidad de paliar el dolor de tantos.
El giro ético es insoslayable. La vulneración de derechos se hace natural y alimenta el discurso de la extrema derecha. Ya hemos visto asaltos organizados a centros de acogida y a otros ya nos han amenazado.
Los Trump en EEUU, Salvini en Italia, Orban en Hungría y Duda en Polonia ya están en el gobierno imponiendo la desuniversalización de los derechos humanos. Ellos son la anomalía de las carencias de las democracias para abordar esta realidad. No basta con oponerse a las vulneraciones de los muros o los campamentos provisionales que se hacen definitivos. Los males que vendrán se fraguan ya y es necesario ofrecer respuestas.
Iglesias hospital de campaña
“Cualquiera que como discípulo dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, en verdad os digo que no perderá su recompensa” (Mt 10,42).
La respuesta eclesial hoy tiene muchos frentes en Cáritas, en muchas entidades cristianas que ofrecen proyectos para acoger, proteger, promover e integrar a las personas. Son miles de cristianos implicados en el día a día del acompañamiento.
Sin embargo, todavía no es suficiente. Templos vacíos y cerrados, conventos infrautilizados, presupuestos no equilibrados desde la austeridad, estilos de vida consumistas, familias demasiado cerradas, prioridades autorreferenciales fuera de la realidad de "los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo".
La urgencia de atender a los que están en la calle verifica el Evangelio, aunque solo sea con un vaso de agua fría. Demasiada quietud del siempre-se-ha-hecho-así. Frecuente irresponsabilidad que exige a otros lo que no se está dispuesto a dar. Las diócesis deben emprender planes para poner al servicio de los más vulnerables sus estructuras. Algunas ya han reconvertido grandes seminarios para acoger familias como la de Lérida. Otras han iniciado caminos de comunión y coordinación en la intervención como la Mesa de la Hospitalidad de Madrid. En Barcelona los pobres son destinatarios preferentes del plan de pastoral. Pero también las comunidades religiosas y asociaciones deben emprender servicios de acogida como el plan de Hospitalarios de Migra Studium en Cataluña. Los centros educativos deben dar preferencia a estos menores sin oportunidades y en desamparo como lo está haciendo la Escuela Pía y otras. La denuncia que realizan Cáritas o el Servicio Jesuita de Refugiados sobre los CIEs es imprescindible y debe ser constante para realizar un cambio de conciencias.
El Evangelio de Jesús de Nazaret es el vaso de agua fría que todos necesitamos para calmar la sed de la desigualdad. Volvamos a él.
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