Afirma con poesía y acierto el inspirador de la popular terapia de las "constelaciones familiares", Bert Hellinger: “Nuestros antepasados siguen viviendo en nosotros, y por medio de nosotros quieren concluir algo que les dará a ellos y a nosotros paz”. Nuestros antepasados y sus creencias y sus sistemas de entender el mundo pueden merecer, más allá del respeto, también nuestra honra. Sin embargo, ese hueco en nuestro corazón no implica adhesión, hacer nuestro lo que ellos tan intensamente vivieron y fervientemente trasmitieron. Podemos honrar sin necesariamente adherirnos, podemos amar sin identificarnos. Nuestros grandes y pequeños conflictos sociales necesitan mucho de ese altruismo que salta y trasciende bandos, creencias y generaciones.
Euskadi reúne al mismo tiempo una importante fidelidad al pasado y a su vez una marcada cultura del rechazo. Nuestra reciente historia y lo mucho que nos ha tocado enfrentar ha fomentado el espíritu de la confrontación. Sin embargo, de su exceso también nos deberemos igualmente de liberar. A menudo no se le encuentra adecuado límite a esa cultura. Persuadir más allá de lo cabal, en el reproche, implica hipotecar en buena medida el futuro. Honramos a nuestros mayores tomando de ellos lo más atemporal, lo más valido. No conviene excluirles de la noche a la mañana del futuro que nos toca gestar. La adecuación de su legado a los nuevos tiempos facilitará el ejercicio. La enseñanza religiosa puede por ejemplo mutar, desprenderse de las formas que no tienen vigencia y actualizar en lo fundamental, el sentido sagrado de la vida y la condición trascendental del humano.
El pasado y su eco nos fracturan demasiado a menudo. ¿Cómo hacer que el ayer se prolongue en su aspecto más positivo y atemporal, sin ningún tipo de imposiciones? Vertebrar la sociedad no es sólo hacerlo entre sus diferentes clases y grupos sociales, sino también entre las diferentes formas de ver e interpretar el pasado y cuanto conlleva. Un importante sector de nuestra sociedad vasca abriga recelo con respecto a nuestro pasado fundamentalmente católico y sus instituciones. No tenemos por qué hacer enteramente nuestra la cosmovisión de nuestros mayores, sin embargo, podemos honrar ese legado extrayendo sus aspectos medulares que no han caducado. Hay valores universales sin fecha que ha vehiculado nuestra tradición religiosa. La no integración de la fe transmitida por nuestros mayores no debiera empujarnos al rechazo global, pues ello comportará, a más o menos largo plazo, algo a sanar.
Nuestra sociedad ha cambiado con excesiva rapidez y en medio de esta profunda y acelerada transformación conviene mantener vivo el hilo, el sentimiento de agradecimiento. Sin él, nuestro futuro carecerá de enraizamiento y solidez. La actitud de agradecimiento, no exenta de discernimiento, puede representar un buen uso de esa plena libertad por la que tanto hemos luchado y de la que hoy por fin gozamos. El conflicto de la enseñanza concertada vasca podrá tener su aspecto de reivindicación económica, pero hay quien se pregunta si contiene también algo de este aspecto de rechazo. No conviene que una nueva educación quede lastrada por el rechazo. Cuestionar por entero nuestra herencia cultural y religiosa auguraría una polarización poco recomendable en el ámbito educativo.
En medio de esta suerte de complicados equilibrios prevalezca el tino y la buena voluntad. Que cada parte en el conflicto halle su lugar y compromiso de acuerdo a la nota de estos tiempos. Las órdenes religiosas que regentan las instituciones de enseñanza tienen su particular cometido, su cita con un presente sin tutelas internas de ningún orden. Están llamadas a actualizarse, a abrirse, a adecuarse a una sociedad más diversa, a ser testimonio de una fe cada vez más emancipadora, con cada vez menos jerarquía, dogma y fronteras. Los profesionales de la enseñanza concertada en huelga intermitente reconsideren llevar calabazas a ningún portal. Seguramente nadie merece calabazas en este presente simiente en el que unos y otros son llamados a encontrar su sitio, su armónica ubicación en una aula cada vez más ancha y plural. Un lugar para todos es también la enseñanza que subyace en este conflicto. Intrincadas cuestiones laborales a un lado, puedan encontrar su lugar, tanto quienes defienden cierta vigencia del legado del pasado, como quienes ponen acento en la renovación. En medio, un sentido de respeto, de honra a lo que la alteridad representa y es portadora.
Hay que concertar el pasado con el futuro y viceversa y hay que hacerlo con habilidad, generosidad y mutua comprensión. Hay que concertar los altares y los encerados de ayer con los del mañana y en esta definitiva apuesta no sobra nadie. El hecho religioso pueda desbordarse a sí mismo, pueda abrir sus límites y tornar más espiritual, es decir más libre y menos categorizado, pueda encontrarse y fecundarse con una creciente laicidad más abierta por su parte al misterio que todo lo permea. Tanto en la escuela como en otros ámbitos de la vida ciudadana, éste constituye un desafío colectivo que no conviene eludir.
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