José Arregi
Apenas estrenado el 2019, conversé largamente con una persona que durante mucho tiempo me mostró su más cálida empatía con mis planteamientos teológicos. En los últimos años me reprocha haber ido demasiado lejos. Se sentía especialmente dolido por mi reciente artículo “¿Qué Navidad celebro?”. Sobre él giró nuestra conversación. Y no tardó en espetarme a bocajarro: “¿Te consideras todavía cristiano?”.
No es una pregunta que me pille desprevenido –ya van tantas veces–, pero cada vez me descompone un poco y me obliga a empezar de cero, como si volviera a la catequesis de primera comunión en aquella iglesia de San Agustín de Azpeitia, hoy reconvertida en centro cultural. Así que le respondí desde lo más adentro, con las palabras que me enseñaron en los primeros bancos de aquella iglesia sin saber aún lo que decía: “Me considero cristiano por la gracia de Dios o de la Vida”.
“Pero ¿qué es para ti ser cristiano? –repuso–. ¿Qué consideras lo esencial del cristianismo, lo que lo distingue de las demás religiones?”. “Pues muy sencillo –respondí–. Es lo del evangelio de Juan que hemos vuelto a escuchar y meditar estos días: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Lo esencial del cristianismo no es una creencia, sino carne que siente y vida en movimiento, cuestión de entrañas. Además, lo esencial del cristianismo no es lo que lo distingue y menos aun lo hace superior a las demás religiones y espiritualidades, sean religiosas o laicas, sino lo esencial de todas ellas y lo que las une en el fondo, más allá de nombres y conceptos. La entraña de la vida, lo que somos, nos hermana por encima de los credos”.
“Sinceramente –replicó él–, me parecen escapatorias. ¿No se diluye así la fe en la Encarnación en una especie de gnosis, tan de moda, donde todo se vuelven palabras y símbolos huecos? Eso ya no es fe cristiana. ¿Dónde queda la realidad de la Encarnación del Hijo de Dios en Jesús? ¿Qué significa para ti?”.
Acusé el embate, pero me remitía a un terreno argumental que me es familiar.
De modo que respondí tranquilo: “¿Qué significa para mí la Encarnación? Me alegro de que me lo preguntes así, y no me pidas que te explique en qué consiste. Puedo decirte lo que significa para mí, lo haré gustosamente, pero nunca decirte lo que es en sí, pues es indecible por definición, como Dios. Siempre discutimos sobre significados, y no importa que sean diversos para ti y para mí, pues bien podría suceder que significados distintos o incluso contradictorios se refieran a la misma realidad, cosa que me reconforta profundamente en mi vivencia y en mi pensamiento. Recuerda aquello de Santo Tomás de Aquino, que ha sido norma de la teología católica más tradicional y fiable: la fe no se refiere al enunciado, sino a la realidad misma. De modo que la realidad de la fe no la constituyen ni la fórmula dogmática ni su significado mental, sino el Misterio indecible al que apuntan o que sugieren, más allá de sí, todos los conceptos y significados teológicos.
Las creencias y sus significados cambian en el tiempo, y pueden ser distintos para uno y para otro, dependiendo simplemente de lo que para uno es ‘creíble’ o pensable –que viene a ser lo mismo– de manera razonable, en coherencia con el propio paradigma o marco básico de comprensión de la realidad. Pero la vida apenas se juega en ello, sino en la vida entrañada. ¿Qué significa, pues, para mí la Encarnación? Significa la presencia más íntima del Misterio en la vida de Jesús, en su bondad creadora, en su humanidad libre y prójima, más allá de la metafísica del dogma con sus conceptos de ‘una persona divina’ y ‘doble naturaleza humano-divina’, como si lo divino y lo humano fuesen dos esencias diversas. Más allá del ‘Dios’ dogmático, mental, fabricado por nuestro cerebro. Más allá también del hombre particular Jesús, varón judío de hace 2000 años”.
“¿Más allá de Jesús? –protestó–. He ahí tu problema fundamental. ¿A eso llamas Encarnación? ¿Dónde queda la divinidad de Jesús, el ‘Dios de Dios, luz de luz’ que dice el Gloria de la misa? Ahí es donde no puedo seguirte. Eso es lo que nos separa”.
Yo insistí: “Pues sí, más allá del hombre histórico Jesús, individuo de la especie Sapiens en evolución. Y no creo de ningún modo que este Jesús nos separa, sino que nos une desde el fondo, más allá de las formas. Jesús nos convoca a todos a Dios o, mejor, al ‘Reino de Dios’, a la mesa o la ‘tienda de campaña’ universal de Dios donde la libertad y la fraternidad podrán por fin unirse y unirnos, cuando se realicen en todos los seres. En eso consiste para mí la verdadera Encarnación, presente y futura más que pasada. En ella y hacia ella caminamos. Sí, pienso que la Encarnación nos remite más allá de la particularidad física, biológica, cultural, religiosa de Jesús.
Toda particularidad, por supuesto también la de Jesús, hunde sus raíces en el Absoluto eterno, pero ninguna forma particular, tampoco la de Jesús, agota el Absoluto ni se identifica con él. De hecho, Jesús nunca se identificó plenamente con Dios. Y a ninguno de sus seguidores y seguidoras judías de las dos primeras generaciones se le pasó por la cabeza identificarlo sin más con Dios, aunque nadie negaba su divinidad, entendiéndola, eso sí, de manera diversa. Es la ley de la Encarnación: conlleva particularidad, contingencia, limitación, como todas las formas del mundo. Queda el Misterio que nos salva. A El/Ella/Ello nos conduce Jesús, más allá de sí”.
“¡Uff! –exclamó como cansado–. Reconocerás que ese Dios del que hablas no es precisamente el Dios de Jesús, el Dios Personal, padre/madre llena de misericordia”.
También yo empezaba a desistir, pero intenté exponer un nuevo argumento, fundamental en el punto al que habíamos llegado: “El problema es que no podemos conocer exactamente cómo imaginaba Jesús a Dios, entre otras cosas porque tanto la imagen de Jesús como su imagen de Dios difieren bastante de un evangelio a otro, de Marcos a Juan, por ejemplo. Pero aun cuando supiéramos exactamente cómo imaginaba Jesús a Dios, seguirían siendo imágenes humanas del Misterio inimaginable. Dios trasciende radicalmente todas las imágenes que de ÉL/ELLA/ELLO nos hacemos los humanos, y por consiguiente también las imágenes que pudiera hacerse Jesús. Por otro lado, ¿crees acaso que lo que tú imaginas como ‘Dios’ es lo mismo que imaginaba Jesús? Sabemos con bastante seguridad que él lo imaginaba a imagen y semejanza humana, dotado de rasgos y emociones propias de un Homo Sapiens.
Por ejemplo, como rey sentado sobre un trono en lo más alto del cielo, rodeado de ángeles; como Creador que había creado el mundo en seis días, con la tierra en el centro y el ser humano en la cima, un mundo al que iba a poner fin de manera inminente para el Juicio Final; como padre misericordioso que perdona sin medida, pero puede también condenar al infierno… Pocos creen hoy esas cosas, pero ni siquiera quien las cree las puede imaginar como Jesús. ¿Qué importa? Dios trasciende todas las imágenes y los significados que le daba Jesús. Es infinitamente más que todo lo que entendemos con el término persona, de acuerdo a nuestro cerebro y nuestra cultura. Es el Corazón eternamente latiente de la realidad, la bondad libre y creadora que se manifiesta en la vida de Jesús y en toda vida buena. ¿Quién es cristiano? Es cristiano quien reconoce a Dios en Jesús y trata de vivir como él. Humildemente, yo también me considero cristiano, porque Jesús es para mí el Icono del Misterio y aspiro a vivir a mi manera lo que él vivió. Todo lo demás son palabras sin carne”.
No lo convencí, pero no se trataba de eso ni yo lo pretendía. Y, en pleno siglo XXI y estando el mundo como está, me ruborizo de dedicar todavía tanto tiempo y esfuerzo a pensar sobre estas cuestiones, pero difícilmente lo puedo evitar, y me justifico malamente con aquello de que una buena teoría puede ser la condición de una buena praxis. Así sea.
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