LEONARDO BOFF
Una consecuencia de la campaña electoral de 2018, antidemocrática y marcada por un sinnúmero de fake news
(falsas noticias), fue el fortalecimiento del racismo ya existente
contra indígenas, quilombolas,, y particularmente contra negros y
negras. Según el último censo, el 55,4% se declararon pardos o negros.
Es decir, después de Kenia somos la mayor nación negra del mundo. La
mayoría tiene en su sangre la herencia africana. Además, todos, blancos,
negros, amarillos y otros, somos africanos, pues fue en África donde
irrumpió el proceso de la antropogénesis hace millones de años.
Como nuestra historia ha sido escrita por manos blancas, muchos
historiadores intentaron suavizar la esclavitud. El hecho es que la
esclavitud deshumanizó a todos, señores y esclavos. Ambos vivieron la
esclavitud en un permanente síndrome de miedo, de revueltas, de
envenenamientos, de asesinatos de patrones, de hijos, de asaltos a sus
mujeres. Los señores, para contener a los negros y aplicar la violencia
contra ellos, tuvieron que reprimir su sentido de humanidad y de
compasión. Por eso, las clases dominantes, herederas del orden
esclavista, viven hasta hoy llenas de prejuicios de que los negros, los
mulatos deben ser tratados con violencia y dureza. Son considerados
perezosos cuando, en realidad, ellos fueron los que construyeron
nuestras iglesias y edificios coloniales.
Los esclavos eran casi siempre mucho más numerosos que los blancos. En
Salvador y en la capitanía de Sergipe, hacia 1824 eran 666 mil esclavos y
192 mil blancos libres (Clovis Moura, Sociología del negro, 1988, p. 232). En 1818, el 50,6% de la población brasilera era de negros esclavos (Beozzo, Iglesia y esclavitud, 1980, p. 259). Y actualmente como acabamos de mencionar son el 55,4% de la población.
La esclavitud deshumanizó mucho más a los negros. Darcy Ribeiro, en su extraordinario libro El pueblo brasileño (1995) resume bien la condición esclava:
Sin amor de nadie, sin familia, sin sexo que no fuese la
masturbación, sin ninguna identificación posible con nadie –su capataz
podía ser un negro, sus compañeros de infortunio, unos enemigos–,
malvestido y sucio, feo y apestoso, llagado y enfermo, sin ningún gozo u
orgullo del cuerpo, vivía su rutina: sufrir todos los días el castigo
de los latigazos sueltos, para trabajar atento y tenso. Semanalmente
venía un castigo preventivo, pedagógico, para no pensar en la fuga, y,
cuando llamaba la atención, recaía sobre él un castigo ejemplar, en
forma de mutilación de dedos, perforación de los senos, quemaduras con
tizón, todos los dientes rotos concienzudamente, o de azotes en la
picota, trescientos latigazos de una vez para matar, o cincuenta
latigazos diarios para sobrevivir. Si huía y era capturado, podía ser
marcado con hierro, o quemado vivo en días de agonía en la boca del
horno, o arrojado de una vez dentro de él para arder como leña oleosa (P. 119-120).
A causa de este tipo de violencia, los esclavos internalizaron dentro de
sí al opresor. Para sobrevivir, tuvieron que asumir la religión, las
costumbres y la lengua de sus opresores. Desarrollaron la estrategia del
“jeitinho” (del acomodarse con astucia) para nunca decir no y al mismo
tiempo poder alcanzar el objetivo que de otra forma jamás alcanzarían.
Pero hace ya mucho tiempo surgió una fuerte conciencia de la negritud,
con la determinación de rescatar su identidad, su religión y su forma de
estar en el mundo. Se trata de establecer el sujeto de la liberación de
las negras y los negros contra su inserción forzada en la inicua
historia de la barbarie blanca.
La historia contada por la mano negra no es una historia contra el
blanco; es una historia propia, que no se confunde con la historia de
los opresores y esclavócratas, aunque esté ligada dialécticamente a
ella. Y está recorriendo su curso libremente.
La abolición de los esclavos en 1888 no significó la abolición de la
mentalidad esclavócrata, presente en la cultura dominante, que sigue
manteniendo a centenares de trabajadores con una relación análoga a la
de los esclavos. En enero de 2019 había 204 empresarios cometiendo ese
crimen. Basta leer la reciente obra distribuida en 2019 Estudios sobre las formas contemporáneas de trabajo esclavo
(Maud) en la que colaboraron cuarenta y cuatro investigadores,
cubriendo gran parte del área nacional, organizada, junto con otros, por
el conocido especialista, Ricardo Rezende Figueira. La impresión final
es estremecedora.
¿Cómo puede existir todavía hoy la pérfida inhumanidad de seres humanos esclavizando a otros seres humanos?
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