FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

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ATALAYA

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viernes, 21 de diciembre de 2018

Yo soy tú y tú eres yo


He leído hoy un texto impresionante del Evangelio apócrifo de Eva, citado por Epifanio, obispo de Salamina en el siglo IV: “Me acerqué a escuchar la voz del trueno que me habló diciéndome: Yo soy tú y tú eres yo. En todas las cosas estoy desparramado y de cualquier sitio puedes recogerme.  Y recogiéndome a mí, a ti mismo te recoges”…
Y casi al mismo tiempo, he leído también en el Cuaderno Amarillo de Salvador Pániker que todo ser humano posee una dimensión abismática. Que todo ser humano, se trasciende a si mismo, pero que esta trascendencia es también inmanencia: Lo absolutamente Otro está también en míen nosotros.
Pienso que, quizás, todo esto no sea otra cosa que lo que nos enseñaron desde niño: que habíamos sido creados “a imagen y semejanza de Dios” y que el alma es espiritual y divina;  y para trasladar a la vida real esta enseñanza(“enseñar” es un modo de señalar, para tomar consciencia de algo que bulle dentro de nuestro ser)  se nos dio como ejemplo el de Jesús de Nazaret, un hombre, miembro de nuestra Humanidad, que tuvo una singular y privilegiada autoconsciencia de su divinidad, y que se sintió elegido y llamado para la misión de trasmitirla utilizando la metáfora de Dios Padre y de Hijo de Dios. Y hasta tal grado se identificó con esta imagen y con este Ideal de vida, que entregó la suya como simiente de la que brotara una nueva “cultura”, un nuevo estado de nuestra civilización (él le llamó Reino, usando a una metáfora entendible en su época), fundamentado en el amor, la solidaridad, la rebeldía contra la injusticia, la promoción de la paz, la equidad humanizadora, la fraternidad universal, la misericordia, la esperanza imbatible.
Y desde esa participación que a cada persona nos toca de “divinidad”, si queremos libremente acogerla (“recogiéndome a mí, a ti mismo te recoges”) obremos con el sentimiento humilde y autocrítico de nuestra responsabilidad, conscientes de que al mundo lo creamos y recreamos cada día nosotros –entre todas las personas que lo habitamos– introyectando, con nuestras propias acciones, trascendencia a nuestra inmanencia; con la consciencia y la convicción de que de lo bueno o lo malo que nos pasa somos nosotros mismos  responsables (de evitarlo o de subsanarlo, lo malo; y de rentabilizarlo, lo bueno, porque “a quienes han acogido a Dios, todo –lo malo y lo bueno– cooperará para su bien”, creo que lo dijo san Pablo). Así que no nos empeñemos en echarle las culpas a un Dios lejano por lo que va mal, o en darle las gracias por lo que sale bien, o en rogarle –o exigirle– que lo haga del modo que a cada cual mejor le conviene…
Más bien podríamos “echarle una mano a Dios, a ver si algunas cosas nos salen mejor a todos”, siendo cada una y cada uno, en nuestra pequeña parcela de vida, una prolongación eficaz de sus manos bienhechoras
…Y quizás descubriremos algún día (como expresé en un artículo anterior publicado en Atrio) que Dios no es otra cosa que todas nuestras manos unidas y levantadas, amasadas con nuestros sentimientos y con nuestros mismos deseos… Que no está Dios tan distante (“de cualquier sitio puedes recogerme”)que está entre nosotros, asidas las suyas a nuestras propias manos.

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