José M. Castillo, teólogo
Fuente: Teología sin censura
Es evidente que la Navidad es una fiesta de gozo y alegría, de familia y amistad, de disfrute y de tantos recuerdos que, hasta en los últimos rincones del mundo, de una forma o de otra, se hace presente. Esta fiesta, vivida así, se ha hecho carne de nuestra historia y, en buena medida, una manifestación patente de nuestra cultura.
Es evidente que la Navidad es una fiesta de gozo y alegría, de familia y amistad, de disfrute y de tantos recuerdos que, hasta en los últimos rincones del mundo, de una forma o de otra, se hace presente. Esta fiesta, vivida así, se ha hecho carne de nuestra historia y, en buena medida, una manifestación patente de nuestra cultura.
Como es lógico, una fiesta así, se puede vivir de mil maneras. En todo caso, con el paso del tiempo y con los muchos cambios, que han experimentado nuestras costumbres, lo más frecuente es lo que más le interesa a casi toda la ciudadanía es el jolgorio, la comida, la diversión y todo lo que sean motivos para evadirse de la dura realidad de nuestra historia, tan confusa y preocupante por tantos motivos, que no es mi propósito ponerme ahora a recordar. Son cosas de las que precisamente queremos evadirnos en estos días.
Pues vamos a intentar lo de la evasión. La más sana evasión. Desde hace algún tiempo, vengo notando un fenómeno, que se da en no pocas personas y que me hace la impresión que va en aumento. Se trata del creciente número de individuos (hombres o mujeres), que se alejaron (hace algunas décadas) de la religión y de la Iglesia, hasta detestar a obispos, curas y frailes sin piedad. Pero ahora resulta que, sin saber exactamente por qué, en esas personas “a-religiosas”, está surgiendo – y va en aumento – una profunda y secreta admiración por el personaje y la significación de Jesús de Nazaret.
El problema, para algunas de estas personas, está en que la cristiandad ha fundido y confundido, de tal manera y hasta tal punto, a Jesús con la religión, que el rechazo de “lo religioso” está dificultando (más de lo que imaginamos) el encuentro con Jesús y la aceptación de su mensaje. Y es que quienes se hacen un lío con este asunto concreto, posiblemente nunca han caído en la cuenta de que a Jesús lo mató la religión.
Aquí es fundamental dejar claro que los evangelios son “teología narrativa”. Es decir, se trata de una teología hecha, no a base de teorías, doctrinas, especulaciones y argumentos. Los evangelios son una recopilación de relatos, tomados de la vida diaria de la gente, que nos presentan y nos platean un “proyecto de vida”. Una forma de vivir, que antepone la vida (y la felicidad de la vida) a la religión, a sus dirigentes, sus leyes, sus amenazas, sus ceremonias, el “yugo” y la “carga”, que Jesús le suavizó a la gente hasta hacerla feliz. Teniendo muy presente que, en todo este asunto, lo que importa no es la “historicidad” de los relatos. Lo que interesa es la “significatividad” de esos relatos.
En definitiva, ¿por qué la religión no soportó el Evangelio? ¿Por qué los “hombres de la religión” se enfrentaron, odiaron y mataron a Jesús? Porque la “religión” brota de la “necesidad”. El Evangelio, por el contrario, surge de la “generosidad”. Esto es lo que explica que Jesús fue un hombre muy “religioso”, pero como no soportaba ver a la gente sufrir, por eso, ni más menos, antepuso el “Evangelio” a la “religión”.
Por eso – y con razón – tanta gente (sin saberlo), cuando llega Navidad, se alegra lo indecible. Porque llega el Evangelio
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