Fue el 30 de agosto de 2006.
Sobre las 7 de la tarde enfilo la Cuesta de Moyano con ánimo de llegar al Retiro y despejarme un poco. En el cruce con la calle Alfonso XII me siento morir. Es un dolor convencido, satisfecho que me apresa y me ahoga. Mi cuerpo, insolente, se defiende con una tromba de sudor de la cabeza a los pies. En vano. O sea.
“Esto es morirse”, pienso. Paro el primer taxi.
-Por favor, Señor, a Clínica Moncloa. Me muero. Tenga los 20 € que llevo encima. Si es más pídalo a Salesianos Marqués de la Valdavia 2 y si es menos quédese con la vuelta.
-Agárrese, agárrese fuerte, estamos ya corriendo sobre las pasarelas de madera del Manzanares en obras. Es lo más corto.
El taxista tiene un talante cómplice, armonioso y calmante, que contrasta con mi angustia puntiaguda del infartado. En Urgencias se baja del taxi y él mismo me deja en manos de una enfermera, mientras me dice: “¡Señor, todo irá bien!”.
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