José Arregi
Aunque ya hemos hecho colmada memoria de Setién en Atrio, no podíamos dejar de publicar esta de nuestro José Aguirre. Y no sé si algún día escribiré otra personal, que voy rumiando en mi interior y que titularía “Agur, Josetxu”. AD.
Se ha ido en paz, como ha vivido. No era distancia, mucho menos frialdad, aquella sobriedad característica de su trato personal. Era pura ternura contenida por su timidez, natural y sin complejos, tan bien ajustada con su porte y la elegancia de su talla. Era, sobre todo, la paz que le habitaba. Muchos se empeñaron en arrebatársela, pero nadie lo consiguió, ni en los años más duros. Muchos fueron enemigos suyos, pero nadie fue enemigo para él. Fue linchado durante casi 40 años, objeto de acusaciones hirientes e injustas, pero nunca se le oyó una palabra resentida o agresiva.
Se le ha acusado de no condenar a ETA, de legitimarla indirectamente, cuando no de defenderla directamente, y de ignorar a sus víctimas. Comprendo y callo ante el terrible dolor de quien ha perdido a su marido, a su padre o a su hijo. Y no niego que hubo un tiempo –los años más activos de ETA justamente– en que las víctimas no fueron suficientemente reconocidas y atendidas por la gente, los partidos y los gobiernos, tampoco por las instituciones eclesiales. Pero la utilización política del sufrimiento de las víctimas es detestable, y lejos de curar su herida la ahonda.
Las acusaciones contra Setién, impúdicamente repetidas y aireadas, son una impostura. El obispo de San Sebastián condenó a ETA más veces que todos los obispos españoles juntos. Quien busque la verdad, no tiene más que leer, en cualquiera de sus páginas, Un obispo vasco ante ETA (Crítica, 2007).
El delito de Setién fue que no solo condenaba los asesinatos de ETA, sino también los del GAL y los aparatos policiales y parapoliciales, y las torturas y la dispersión de los presos. Y se atrevía a afirmar –suave en las formas, firme en los argumentos– que el conflicto vasco era anterior a ETA y que su final no bastaría para la paz. Y no se limitaba a denunciar el terrorismo, sino que además indicaba las condiciones éticas para la paz y las medidas políticas que pudieran facilitarla. Todo ello es aceptado hoy por la inmensa mayoría del pueblo vasco –tanto nacionalistas como no–, y por la mayoría actual del Congreso español que apoya al gobierno de Sánchez.
En el fondo, el problema de Setién fue que, con la legalidad internacional y el magisterio eclesial en la mano, defendió el derecho de autodeterminación de los pueblos o naciones sin estado. Nunca se lo perdonaron. Le tildaron de “obispo nacionalista”, aunque no era más nacionalista que aquellos que –nacionalistas españoles con el amparo del Estado y el poder de su lado– le condenaban por serlo.
En fin, un señor obispo. Un obispo que, antes de serlo –como brillante profesor de Salamanca en los años 60– y después de ser ordenado como tal el año 72 –en pleno episcopado español de mayoría nacional-católica–, defendió la libertad de conciencia y la libertad religiosa, la aconfesionalidad y laicidad del estado, el pluralismo teológico y eclesial, la historicidad del mensaje cristiano y la búsqueda permanente de la verdad; que denunció la tentación espiritualista de la Iglesia y el descuido de su misión esencial: el compromiso por la justicia en todas las causas sociales y políticas. Fue un pensador. Y entrado en debate era arrollador por la agudeza y claridad de sus argumentos, pero también por su permanente, irrebatible, serenidad de tono y estilo. “No he visto a nadie tan inteligente”, le oí una vez a una persona, a la vuelta de una asamblea episcopal.
Un obispo de los de Pablo VI, el papa con el que muchos soñaron otra Iglesia más acorde con los tiempos. Pero el sueño duró muy poco (en realidad, ni el Concilio Vaticano II se lo había creído, ni el propio Pablo VI fue coherente). Unos meses antes de que Setién fuera nombrado obispo titular de San Sebastián, había sido elegido papa Juan Pablo II. La primavera empezó enseguida a volverse invierno, y a cambiar la política (en todos sus sentidos) de los nombramientos episcopales. Y, andando el tiempo y Rouco Varela mediante, en nuestras diócesis y en ésta de San Sebastián en particular, hemos llegado a donde nos hallamos hoy: crece la distancia entre la sociedad y la Iglesia, entre la cultura y la fe. Crece el desierto. La Iglesia se condena a la irrelevancia social y al gueto.
Pero Setién, discípulo de Jesús, nos enseñó que el Espíritu es libre de instituciones, cultos y dogmas. La Vida saldrá adelante con o sin obispos, con o sin Iglesia. ¡Eskerrik asko, Don José María!
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