Domingo 12. Ciclo B.
Si en la liturgia se leyera el evangelio de Marcos tal como lo escribió su autor, no a saltos, trompicones y omisiones, habríamos advertido que la popularidad creciente de Jesús suscita tres reacciones muy distintas: desconfianza por parte de su familia, rechazo por parte de los escribas, aceptación por parte de su nueva familia (“estos son mis hermanos, mis hermanas y mi madre”). A esa nueva familia, Jesús la instruye en el capítulo de las parábolas (de las que sólo leímos dos el domingo pasado) e, inmediatamente después, la salva.
Pero el episodio de hoy supone también un gran paso adelante en la revelación de Jesús. Al principio, cuando la gente lo oye hablar y actuar en la sinagoga de Cafarnaúm, se pregunta asombrada: «¿Qué es esto?» (Mc 1,27). Más tarde, cuando cura al paralítico, exclama: «Nunca hemos visto nada igual» (Mc 2,12). Ahora, tras manifestar su poder sobre la naturaleza, calmando la tempestad, los discípulos se preguntan: «¿Quién es este?»
El mar como símbolo de las fuerzas caóticas (Job 38,1.8-11)
En el mito mesopotámico de la creación (Enuma elish) el dios Marduk debe luchar contra la diosa Tiamat, que representa el mar, para poder crear el universo. El mar simboliza el peligro, la amenaza a la vida. (En términos modernos, el tsunami que devora y destruye la tierra firme.)
La primera lectura, del libro de Job, recoge este tema, pero despojándolo de sus connotaciones politeístas. El mar no es una diosa, es una fuerza caótica que amenaza con cubrirlo todo. El Señor no le machaca el cráneo ni la descuartiza, como hace Marduk con Tiamat; se limita a encerrarlo con doble puerta, a fijarle un confín en el que «se romperá el orgullo de tus olas».
El peligro del mar (Salmo 107)
El mar no es sólo una amenaza para la tierra firme, lo es también cuando se intenta cruzarlo en una pequeña nave como las antiguas. En el momento más inesperado se oscurece el cielo, estalla la tormenta, la nave sube y baja al ritmo frenético del oleaje. Sólo cabe la posibilidad de encomendarse a Dios. Esta es la experiencia que recoge el fragmento del Salmo 107, al que quizá mucha gente no preste atención, pero esencial para entender el evangelio de hoy.
Jesús, los discípulos y el mar (Marcos 4,35-41)
El pasaje del evangelio podemos dividirlo en cinco partes: 1) introducción: Jesús y los discípulos se embarcan a la otra orilla; 2) la tormenta: reacción opuesta de Jesús, que duerme, y de los discípulos, que lo despiertan asustados; 3) Jesús calma la tormenta; 4) Palabras de Jesús a los discípulos; 5) reacción final de éstos.
Tres de estas partes tienen especial relación con los textos de Job y el Salmo.
La segunda (la tormenta) recuerda la situación de grave peligro descrita en el Salmo. Pero, en este caso, los discípulos no se encomiendan a Dios, acuden a Jesús; no creen que pueda resolver el problema, simplemente les asombra que duerma tan tranquilo mientras están a punto de hundirse.
La tercera, en cambio, recuerda la lectura de Job, no por el tono poético, sino por el poder y la autoridad suprema que Jesús manifiesta sobre el mar, semejante a la de Dios en el Antiguo Testamento.
La quinta, que habla de la reacción de los discípulos, recuerda la reacción de los navegantes en el Salmo, pero con un cambio fundamental: los marineros del salmo se llenan de alegría y dan gracias a Dios, los discípulos sienten gran miedo y se preguntan quién es Jesús. Curiosamente, Marcos no ha dicho que los discípulos tuvieran miedo durante la tormenta, pero ahora sí lo tienen; es el miedo que provoca el contacto con el misterio.
Prescindiendo de la introducción, la parte que queda sin paralelo es la cuarta, las palabras de Jesús a los discípulos, que les interroga sobre su miedo y su fe. La ausencia de paralelo sugiere que estas dos preguntas son esenciales en el relato. De hecho, el pasaje dice al lector dos cosas: 1) el poder de Jesús es semejante al que se atribuye a Dios en el Antiguo Testamento; poder para dominar el mar y poder para salvar. 2) Al escuchar la lectura, el cristiano debe reconocer que sus miedos son muchos y su fe poca. Conocer a Jesús no es saberse de memoria unas fórmulas de antiguos concilios. El evangelio debe sorprendernos día a día y hacer que nos preguntemos quién es Jesús.
Desde antiguo se valoró el aspecto simbólico del relato: la nave de la iglesia, sometida a todo tipo de tormentas, es salvada por Jesús. Un aspecto que también podemos valorar a nivel individual.
¿Quiénes somos nosotros? (2 Cor 5,14-17)
En el Tiempo Ordinario, la segunda lectura corre al margen de la primera y del evangelio. Se basa en la ingenua idea de que, leyendo cada domingo un trocito de san Pablo, se terminará conociendo su pensamiento. Nada más lejos de la realidad. Pero el fragmento de hoy podemos verlo como un complemento al evangelio de Marcos.
«¿Quién es este?», se preguntan los discípulos, sorprendidos por su poder sobre el viento y el mar. La respuesta de Pablo sobre quién es Jesús no se basa en el poder sino en la debilidad: «el que murió por nosotros». Pero esta aparente debilidad tiene un enorme poder transformador: convierte a los cristianos en criaturas nuevas. Ya no deben vivir para ellos mismos, «sino para quien murió y resucitó por ellos.»
Vivir para Cristo es la mejor síntesis de lo que fue la vida de Pablo después de su conversión. Viajes continuos, peligros de muerte, fundación de comunidades, persecuciones de todo tipo, prisiones, redacción de cartas… todo estaba motivado por el deseo de servir a Cristo y vivir para él. Un buen espejo en el que mirarnos.
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