"Si a un perro se le pone nombre de gato, sigue siendo perro". Analogía usada por el Cardenal Ezzati para referirse a las personas transgénero. O sea, aunque un hombre adopte un nombre de mujer, se vista, piense, sienta y viva como mujer, sigue siendo hombre. Es de suponer, entonces, que en Monseñor prima una idea de la naturaleza biológica y de lo "natural", como una realidad fija, rígida e inmutable, así constituida desde y para siempre.
Y en boca de un dirigente religioso, se presume que esa creencia debería sostenerse en una idea de Dios Creador, que desde la eternidad impone un orden al que toda criatura debe someterse. Sería un Dios que echa a correr el mundo y se desentiende del todo de su destino. En nuestro caso, si Dios desde siempre hizo a un hombre transgénero, tanto peor para él. ¿Será así, efectivamente, el Dios de Ezatti?
La idea de Dios que inspira el Concilio Vaticano II es totalmente diferente. Nos invita a descubrir a Dios a través de "los signos de los tiempos"; lo que implica ser capaces de conocer efectivamente esos tiempos. ¿Conoce Ezatti nuestro tiempo? ¿Qué sabe de la situación de las personas transgénero? ¿Le posibilita su teología conocerla? A Galileo la Iglesia lo condenó por atentar contra el orden de Dios. ¿No sucederá lo mismo con Ezatti?
Muchos cristianos ya no creemos en un Dios ensimismado allá en lo alto, ciego y sordo, afuera y ajeno al mundo de los hombres. Por el contrario, creemos que él ha creado a la humanidad entera por amor, y la ha hecho inacabada, justamente como un proyecto de libertad y hermandad. Somos el proyecto de Dios en curso, que avanza con nuestro conocimiento y empuje. Lo cierto es que desde el homo sapiens hasta ahora hemos experimentado grandes cambios y diferenciaciones.
Diferencias en lo físico, lo orgánico, en lo psicológico, en las relaciones que establecemos con los otros y con la naturaleza; en una palabra, diferencias en la cultura. Evolucionamos en la medida en que nuestra mente, creatividad y actividad modela la naturaleza. En este devenir, pues ¿somos más buenos, más malos, más naturales o antinaturales? No lo sabemos, los humanos nos conocemos muy poco a nosotros mismos.
Apenas sabemos de nuestra psiquis, de nuestra alma. En especial, de la complejidad de todo lo relativo al género y al sexo. Sólo presenciamos atroces sufrimientos y discriminaciones, sin preguntarnos por lo que acontece en el alma de los homosexuales y los trans. En otros tiempos, ellos eran rechazados como pecadores, luego tratados como enfermos o desviados. Pero ahora nos interrogamos un poco más. ¿Deberíamos seguir condenando a una completa resignación a las personas cuyo organismo corporal contradice a su mente y su alma? Otra sería nuestra disposición si humanizáramos nuestra mirada y nos imaginásemos nosotros mismos en su propia situación.
Si realmente creyéramos en el Dios encarnado en Jesús, que nos ama a cada uno, habita en todo lo humano, e inspira nuestros proyectos de vida en lo personal y colectivo, lo veríamos y encontraríamos en todo esfuerzo de humanización de nuestro mundo. En efecto, creemos en un Dios "humanizado" como fuerza que nos mueve a la superación de la enfermedad, de la ignorancia, de la insensibilidad. Este es el Dios que se mostró en Jesús al sanar a los excluidos y despreciados, a los leprosos, a las prostitutas, el que dio vista a los ciegos y puso palabras en la boca de los mudos. Este es el Dios que nos muestra el camino del auténtico progreso humano.
Si la Iglesia se propusiera como suprema meta el servicio del Reino de Dios en este mundo, por encima de otras que pudiesen ser legítimas, resonaría en su memoria la palabra de Jesús a sus discípulos momentos antes de ser apresado: "El que me sirva, que me siga; y donde yo esté, allí también estará mi servidor". (Juan XII, 26) Y los cristianos ya sabemos dónde prefirió estar Jesús, en el campo de los desvalidos y despreciados.
La opción de Jesús debe ser nuestro criterio y el de la Iglesia, especialmente para su jerarquía. Ante ella no vale la especulación sobre el ser y el deber ser, o sobre lo natural y antinatural. La misericordia (miser=sufriente, cordia=corazón) es lo único real, nuestra nueva ley. Una ley, además, aplicable no sólo a las minorías sexuales, sino también a otros colectivos humanos, como los mapuche, los migrantes y, ciertamente los despojados en todo orden de cosas.
Y aunque parezca extemporáneo, extiendo esta reflexión hacia toda gama de perdedores, también a los que no cesan de clamar "Mar para Bolivia". Me extraña que las iglesias hayan callado ante un conflicto de honda connotación moral, y que afecta al progreso de nuestros pueblos. Lo cierto es que el ejército chileno invadió territorio boliviano como respuesta al impuesto decretado a empresas anglo-chilenas, desatando el horror de la guerra. Terminó por arrebatarle a Bolivia un área de 400.000 kilómetros cuadrados. En estas circunstancias, el discurso chileno de negativa ante la aspiración boliviana de volver al mar, es inhumano. Recurre al tratado que Bolivia firmó obligada ante el riesgo de mayores pérdidas.
Se limita a lo jurídico, sin altura moral ni política. Un discurso teñido de esa arrogancia que suele ir de la mano con la miopía. Bolivia reclama sólo una franja de 10 kilómetros de ancho, insignificante ante lo perdido y ante los 4.200 kilómetros de costa de Chile. Un alegato que se niega a ponerse en la situación de los bolivianos. En lugar de esa ansia de dominio y sometimiento del débil, podría acudirse a acuerdos integradores y beneficiosos para ambos pueblos. Bolivia llegaría al mar, y Chile contaría con gas y agua para sus industrias en el desierto, además de un más amplio acceso a zonas atlánticas. Pero prima la insensibilidad moral y la miopía política.
En fin, las minorías sexuales, los migrantes, los pueblos originarios, los vecinos vencidos y despojados, constituyen "signos de los tiempos", ante los que tenemos limpiar los ojos para saber mirar. Son señales de un Dios que allí se encuentra involucrado, y nos invita a colaborar y participar en su proyecto de humanidad. Pero previamente, deberá ir quedando atrás esa idea de un Dios inmovilizado en lo natural e indiferente al esfuerzo humano. Como así mismo, ese Dios de la ley, frío y calculador, que se complace en la imposición y el sometimiento.
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