La herencia que entre unos y otros le han dejado al papa Francisco, es como para echarse a temblar. Lo del "semper" -siempre- de "Ecclessia reformanda", alcanza máximos grados de profundidad y urgencia en la mayoría de las instancias de los "profesionales vocacionados", con que cuentan sus dicasterios curiales -romanos y diocesanos-, y en no pocas doctrinas y enseñanzas que se presentaron y presentan, como inherentes y constitutivas de dogmas de fe, o de algo parecido o cercano.
Como todo concepto que se relaciona con la Iglesia se ha de diversificar de por sí y con concordatos y pactos internacionales, en Iglesia-religión cristiana y en Estado Vaticano libre e independiente, reconocido como tal, y al mismo nivel que los que rigen los países del resto del mundo, la problemática que ha de afrontar el papa Francisco es ciertamente espectacular y asombrosa. Gracias a su gracia y a la gracia de Dios, de la que es reconocido merecedor, así como a su fe y a su audacia, los pasos que da en dirección a la reforma se constatan con facilidad y admiración.
Disquisiciones como estas se plantean muchos, estos días, al haber tenido noticias de que Francisco ha decidido cambiar el texto del punto 2267 del Catecismo Oficial de la Doctrina Cristiana, publicado con los "Nihil Obstat", "Imprimatur" y las "debidas licencias e indulgencias", en el que la pena de muerte se podría mantener y tendría cabida en la Iglesia con toda legitimidad, en circunstancias concretas. Mientras que en los países civilizados, o en vías de serlo en un futuro próximo, y en sus religiones y respectivas creencias, la pena de muerte, como castigo, se consideraba extinta en sus códigos, la reliquia de esta inclemente e inhumana decisión campeaba en el Catecismo Oficial de la Doctrina Cristiana, sin haber sido cuestionada, hasta la llegada de este papa "venido de allende los mares".
Comprobar que el personal de los dicasterios romanos se hayan entretenido empleando tantas horas, por ejemplo, en discernir sobre la ortodoxia de las doctrinas, y adoctrinadores, de la llamada Teología de la Liberación, o determinar cualidades y circunstancias de los milagros que habrían de acelerar las "causas de los beatos o santos", con inclusión del análisis de las reliquias para la declaración jubilar de ciertos "Años Santos", conociendo positivamente la monstruosidad que comporta la permanencia del citado punto 2267 del Catecismo, aporta razones sobradas para la descalificación y exilio de sus responsables, con el acompañamiento piadoso de algún "mónitum" impiadoso.
¿Cómo seguir confiriéndole todavía vigencia a la pena de muerte en el Catecismo de una religión, y más en el de la Iglesia católica, de la que se dogmatiza que fue fundada por Cristo Jesús, enemigo de toda violencia, y dramáticamente opuesto a la pena de muerte? ¿Cómo es posible vivir con la conciencia tranquila, siendo "vigilante" -"episcopus"- de tanta extorsión y malversación de las enseñanzas de los evangelios y del comportamiento y ejemplos vividos -y testificados- por Jesús?
¿Con qué autoridad nacional e internacional puede el Estado Vaticano aspirar a adscribir su firma, a protocolos a favor de la desaparición de la pena de muerte de todos los códigos? ¿No era de esperar que el papa pronunciara ya con rotundidad que "la pena de muerte es inadmisible"? ¿No es también de esperar, por poner otro ejemplo, que dicte otro "no" rotundo a la feroz e inculta discriminación radical que padece la mujer en la Iglesia, en la Constitución de su propio Código de Derecho Canónico?
Otro tema anexo substantiva y radicalmente al de la pena de muerte aludido en el punto 2267 del citado Catecismo, suscita interrogantes similares, y aún más apremiantes, como, por ejemplo, este : ¿Podrían interpretarse las palabras del papa también en relación con la "muerte eterna", contenida en tantos adoctrinamientos religiosos, lo que equivaldría a hacerles pensar a algunos -a muchos-, que tal pena de muerte -además "eterna", debiera, o no, permanecer en el organigrama adoctrinador de la catequesis cristiana?
¿En cuantas religiones, civilizadas o "civilizables", se mantienen con veracidad los castigos eternos, con la consabida "pena de muerte"? ¿Cuántos adoctrinadores se creen de verdad lo que predican, antes o después de haber estudiado en profundidad, y con lógica humana y divina, que Dios es Padre-Madre, por definición bíblica y por elementales sentimientos de humanidad y de convivencia? ¿Acaso se sabe algo fiable de lo que es, y significa, la eternidad y, por tanto, sus premios y castigos? ¿No se estará abusando de término tan misterioso e insondable, tal vez con el fin de administrarlo en beneficio, y a favor, de la "causa", aunque esta sea y se predique como "religiosa"?
Tal y como catequéticamente se nos presenta la eternidad para los "malos" dentro y fuera de la Iglesia ¿podrá haber otra religión -y otros "religiosos"- dispuestos a idear, y a suministrar, castigos más terroríficos que los "dogmatizados" por "Nuestra Santa Madre la Iglesia"? ¿Falla Dios o fallan quienes creen representarlo en la tierra? ¿No se reservará el papa Francisco alguna solución misericordiosa, que sorprenda algún día a creyentes e increyentes?
Nuestros teólogos -los de RD- tienen la palabra. Confiamos en ellos.
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