Mt 13, 24-43
Las “cosas de Dios” nos parece que deben ser tan elevadas que cuando alguien las explica de manera asequible apenas nos las creemos y solemos “pedir una explicación”. Esto también les sucedió a los discípulos incluso con el Señor; por eso, cuando Jesús les hablaba en parábolas, le pedían que les aclarara lo que les había contado. La simplicidad cuesta mucho. Demasiado. Asociamos la complejidad a Dios, cuando es todo lo contrario. Por eso a los seguidores del Maestro les resultaba asombroso que no necesitaran ser doctos y “entendidos” en la materia para comprender un mínimo del estilo con el que el Señor había planteado su forma de implementar el Reino.
Que el mismo Jesús utilizara imágenes de la cotidianeidad para hacernos ver cómo es el reino de los cielos es maravilloso. Con ello quiere decir que la Creación es tan rica y significativa que tiene capacidad para remitir a lo divino; transmite así, que lo natural, lo común, encierra verdades hondas. Además, de este modo el mensaje resulta accesible a la mayoría; y entre todos, no solo podemos hacernos una idea, de verdad, de cómo está funcionando ya el Reino, sino saber dónde buscarlo y dónde mirar para encontrarlo.
Tres comparaciones propone el Señor en el evangelio de hoy:
En la primera identifica el Reino con su persona –se parece a un hombre que sembró buena semilla–. Y explica que la semilla son ya los ciudadanos de ese reino, es decir, los que viven con Él y en Él. Pero junto al trigo crece la cizaña. Una compañía nada agradable que a veces ahoga al mejor de los frutos. Una imagen de las mezclas tan potentes que se dan en la vida. Sin embargo, solo a Dios le corresponde recoger la cosecha y separarlos. Porque Él siempre estará atento para que no se pierda ningún tallo, ramita, u hojarasca, por pequeña que sea, que contenga algo aprovechable y salvable. Recolectar así es laborioso, pero se gana mucho (y sobre todo, ganamos todos).
En la segunda, el Reino es como un minúsculo grano de mostaza, de un tamaño parecido a la punta de un alfiler, que la persona siembra en su huerto. El Señor se hace semilla; y no entra en nuestra vida como un huracán, sino como una brisa suave; tampoco como una tormenta, sino como una suave lluvia. Apenas se percibe su presencia, pero va penetrando y haciendo su obra.
En la tercera, compara el Reino de los cielos con la levadura. Un ingrediente muy apreciado por los cocineros pues hace crecer de forma asombrosa la harina que utilizamos para elaborar, por ejemplo, lo bizcochos y el pan. Lo curioso es que con una medida casi ridícula es suficiente para que salgan unas raciones generosas. No hay proporción entre cada uno de los ingredientes. Con un poco de levadura bien repartida la masa “se crece”.
Tres parábolas que nos ayudan a grabarnos a fuego algunas ideas importantes: que el Reino no es otro que Jesús, su persona, pero que en esta vida está amenazado; que no nos corresponde a nosotros cosechar (siempre nos llevaríamos a alguien por delante); y que su apariencia es pequeña y penetra en la realidad de una forma apenas perceptible, en lo oculto, entremezclado con la realidad, y allí, dentro, queda activo y activado, creciendo a su ritmo de una manera misteriosa.
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