Durante estos meses de verano el mar Mediterráneo está tranquilo. La tranquilidad de las aguas favorece el descanso de los turistas. Desgraciadamente, la calma del mar favorece también el tráfico de seres humanos. Lo último que sabemos de estos procedimientos muestra hasta dónde es capaz de llegar la maldad y el egoísmo humanos a la hora de comerciar con la carne humana. Esta carne que, según dicen algunos, Dios la ama, la admira y eso hasta el punto de que quiso asumirla. El ser completamente espiritual (porque si fuera carnal o material sería por necesidad limitado), amaba tanto la carne humana que, en el colmo de lo que humanamente hay que calificar de locura, quiso hacerse hombre.
Dejemos el discurso religioso y vayamos a la tragedia humana, que es más religiosa que el discurso. Sí, la tragedia humana, o sea, la tragedia de la imagen de Dios. No olvidemos que cualquier atentado contra su imagen es un atentado contra Dios mismo. Eso dijo, en varios de sus escritos, Juan Pablo II. Cuando uno se pregunta cómo se puede atentar contra Dios, la respuesta es: cuando se atenta contra su imagen, en la que Dios, de forma misteriosa, pero real, de forma sacramental, se hace presente. Sí, sí, presente de forma sacramental. Para los buenos entendedores.
Vuelvo a dejar el discurso religioso para regresar a la tragedia de los veranos en el mar Mediterráneo. La última muestra de la maldad humana es el modo de proceder de los traficantes de carne humana: cuando llegan a aguas internacionales, retiran el motor de la barcaza y la dejan a la deriva. Así el motor lo aprovechan para otras embarcaciones, ahorrando un dinero importante, porque para los capitalistas malvados, crueles y sin conciencia, como son los traficantes, cada dólar es importante. Las personas no lo son. Los dólares sí.
Más aún, los botes a la deriva, en el mejor de los casos, suelen ser vistos por militares españoles o italianos, o por barcos de ONGs. Entonces, en este caso favorable, la pobre gente del bote, abandona su precaria embarcación y sube a los barcos seguros. Los botes quedan sin gente en alta mar. Momento que también aprovechan los traficantes de carne para hacerse con el bote, y volver a reutilizarlo. Es un negocio redondo. El negocio del infierno, pero negocio.
No hemos acabado con el negocio infernal. En algún caso, cuando los botes de la muerte son avistados por los barcos militares, resulta que llevan algún muerto a bordo. En un caso, al menos, uno de los muertos lo fue porque el traficante de la muerte, el maldito traficante, le quitó la gorra con la que se protegía del sol. El asunto es tan sucio, que uno ya no tiene palabras para calificarlo.
Martín Gelabert Ballester, OP
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