Pedro Serrano
Asusta pensar la facilidad con que un ser humano puede arrebatarle a otro la vida. Y, si hablamos de terrorismo, mil formas hay de morir a manos de un extremista. Uno va por la calle caminando acompañado de sus sueños y sus cuitas y, de pronto, ese estúpido fanático te asalta, cuchillo en mano, y te rebana el cuello al grito de Alá es grande; o te aplasta el craneo y quiebra tus frágiles huesos con un camión cargado de basura ideológica y religiosa; o activa un cinturón explosivo y tú y el extremista ascendéis al cielo cogidos de la mano.
Ya sabemos que no somos nada, pero con el auge de la barbarie yihadista todos somos un poco menos libres y bastante más temerosos. Justo lo que ellos persiguen. Ahora bien, tampoco vayamos a caer en la autocomplacencia y creamos que el mundo esta dividido en dos bandos de buenos y malos y que, por supuesto, nosotros estamos en el de los buenos. Es evidente que nada puede justificar la barbarie y la deshumanización de los terroristas, pero, en Occidente, también deberíamos llevar a cabo una reflexión profunda de los porqués de este odio y radicalización islamista.
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