Atrio
Ya es un tópico decir que vivimos en una sociedad secularizada y que la secularización no es un accidente histórico a superar sino una situación personal y social ya establecida y que no tiene vuelta atrás. Llegar a este punto no ha resultado cómodo a la religión, que de repente ha visto cómo la razón, ahora secular, la relegaba al terreno privado y le negaba cualquier manifestación en el ámbito de lo público. La sociedad se había ya sacudido la tutela de lo religioso y en su propia reflexión y con sus propios medios encontraba lo que quería conseguir en este mundo.
En gran medida ésta es la situación que se vive entre nosotros, enrarecida por un laicismo en ocasiones revanchista y una Iglesia que conserva poder y desde él pretende imponer su voz. La segunda combate al primero y a la vez se siente amenazada y perseguida.
Pero va pasando el tiempo y hay quienes revisan y matizan esas posiciones enfrentadas y excluyentes para ir construyendo puntos de encuentro
Ernst Wolfgang Böckenforde es un profesor y abogado alemán que ha ocupado cargos importantes en la República Federal. En 1967 escribió en uno de sus trabajos una frase que se hizo célebre y que promovió un largo debate.
Se conoce como el diktum de Böckenforde y dice así: “El Estado laico liberal vive en premisas que no puede garantizar por sí mismo… Por un lado, sólo puede subsistir si la libertad que consiente a sus ciudadanos está regulada desde dentro, desde la sustancia moral de cada individuo y desde la homogeneidad de la sociedad. Por otro lado, no es capaz de garantizar esas fuerzas internas de regulación por sí mismo, es decir, con los medios de la coacción jurídica y del mandato autoritario sin renunciar a su liberalismo y volviendo a caer en una exigencia totalitaria”.
Esta aseveración venía a animar el debate que en Alemania pretende reflexionar sobre el papel de la religión en una sociedad secular. Anticipaba, por ejemplo, un convencimiento que Habermas –cambiando desde sus antiguas posiciones- ha ido elaborando sobre el papel positivo de lo religioso en la sociedad secular.
Naturalmente, esta postura ha sido fuertemente criticada por no creyentes, convencidos de que la democracia puede cubrir por sí misma su déficit de valores y de que la religión no viene sino a estorbar, oponiéndose a las leyes civiles con las que no está de acuerdo. Hay que contestar que, vistas así las cosas, no se puede sino darles la razón. Hoy día los valores ya se han secularizado y una voz episcopal que reclame en contra del aborto o del matrimonio homosexual no tiene interés alguno, provoca un rechazo y no encuentra otros oyentes que sus propios seguidores.
Pero entonces ¿por qué el abogado alemán dice que la sociedad liberal es incapaz de hacer valer los mismos valores que defiende? ¿y por qué Habermas reivindica el papel positivo de la religión? Contestaremos con algunas formulaciones sencillas.
En primer lugar hay autores de renombre que sostienen, con bastante razón, que, muerto Dios, ya no hay derechos humanos. Es importante, pues, reconocer la matriz religiosa de esos derechos, que no hay que dejar perder, aunque su formulación política llegara en los siglos XVII y XVIII.
En segundo lugar, la sociedad que siempre ha defendido Habermas no es únicamente un lugar de convivencia en el cumplimiento de las leyes sino el espacio de vivencia de unos valores más profundos: la participación en los asuntos comunes, el tomar a cargo al disminuido o marginado, la acogida al forastero, la relevancia pública de las víctimas, el perdón al ofensor. En definitiva, la fraternidad.
Pero ahí es donde la sociedad secular constata su déficit. Descubre que la mayoría no se mueve por “las virtudes públicas sino por los vicios privados” y ella no puede imponer esas virtudes sino sólo sugerirlas. Y ahí es donde entra el papel de las religiones. Sin duda sus convicciones propias deben ser ejercidas en el ámbito de su grupo o su confesión. Pero las religiones han sido siempre también lugar de impulso de valores y no pueden, sin traicionarse a sí mismas, olvidar esa función.
Aunque podrían sacarse más largas consecuencias, querría acabar con la reflexión siguiente: a los nueve meses de su elección como Papa, Francisco salió en la portada de Time como persona del año. Sin duda no por su teología (de que carece, lo acaba de decir Rouco públicamente) ni por modificar las reglas de la Iglesia sino porque el mundo percibió enseguida en él un gran impulsor de valores. Porque, aparte de animar la espiritualidad de sus fieles, ha sabido ser portavoz de esas premisas éticas que la sociedad humana necesita y no es capaz de garantizar dejándolos al arbitrio de cada individuo (Böckendorfe dixit)
Y por ahí va el papel de la religión en esa sociedad que Habermas llama ya postsecular
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