El 15 de mayo se cumplen 126 años de la promulgación de la primera encíclica social de la Iglesia, la Rerum Novarum de León XIII. Con dicho documento magisterial la Iglesia irrumpe en el campo de la justicia social, iluminando el quehacer de la política y de la economía, en una época de grandes transformaciones sociales.
Se inaugura así un gran capítulo de la historia, donde la Doctrina Social de la Iglesia acompaña al desarrollo de importantes movimientos sociales. Su mayor contribución será el discernimiento moral del bien común, al subordinar el interés privado a la supremacía de este bien superior. Queda así trazado el límite de lo que es bueno y justo, respecto de lo malo e injusto.
Así, la Doctrina Social de la Iglesia se transforma en un criterio de orientación de la conducta humana para todos los hombres y mujeres de buena voluntad, pero para los cristianos adquiere el valor de una obligación moral.
En el contexto de una realidad global, Chile acumula una larga lista de lacras sociales que han dañado gravemente la convivencia cívica. Ahí están los abusos, la corrupción y la injusticia social, que provocan indignación y desconfianza. En la base de estos males es vulnerado gravemente el anhelo universal del bien común.
La tarea de articular el bien común es responsabilidad individual y colectiva, de la que nadie queda excluido. Sin embargo, la más elevada manera de favorecer el ejercicio de este bien superior es la función política y el servicio público. En esa lógica, el desprestigio de la política encuentra sus raíces en demasiados hechos en que el interés privado, partidista o de grupos de presión ha suplantado al bien común.
Consecuentemente, la ciudadanía responde a la transgresión del bien común con desconfianza. Sin embargo, ello tiene un perjuicio inevitable, en cuanto quebranta el propio sistema democrático, debilitando su estructura y sus funciones.
Lamentablemente, en Chile, junto con las conductas personales y colectivas que vulneran el imperio del bien común, hay un elemento estructural propio que ha impedido su ejercicio pleno y es la Constitución de 1980. Su porfiada vigencia garantiza el derecho preferente de unos pocos en perjuicio del interés general, representado por la necesidad de garantizar derechos sociales universales.
En dicha constitución el eufemismo neoliberal remite erróneamente a la Doctrina Social de la Iglesia mediante el denominado rol subsidiario del Estado. Bajo ese principio se establece la no discriminación del Estado en materia económica, para consagrar la libertad económica privada y restringir la acción del Estado a un rol subsidiario y pasivo, allí donde no existe iniciativa privada.
Dicho precepto constitucional encuentra su símil en el principio de subsidiaridad de la Doctrina Social de la Iglesia. Sin embargo, hay una diferencia sideral en cuanto el rol subsidiario exacerba la libertad económica, mientras el principio de subsidiaridad establece la obligación moral del Estado de asegurar la realización plena del bien común, tendiente a garantizar derechos sociales fundamentales.
En un país de innegable raíz cristiana como Chile, surge una consecuencia moral incuestionable y es el imperativo del bien común. Al respecto, es oportuno tomar conciencia que entre los ciudadanos existe una reserva moral que se mantiene intacta y que remite a él, prueba de ello es el repudio social de la indignación que despiertan las faltas a la probidad de algunos actores políticos y sociales.
Actualmente Chile enfrenta una importante encrucijada histórica en un contexto de desconfianza social generalizada. El país, o se deja llevar por interesados ideologismos o decididamente opta por volver a darle cabida a la moral del bien común, como el principio rector de la conducta pública que debe regir el comportamiento de sus líderes sociales.
En medio de la desconfianza que afecta a muchas instituciones fundamentales del país, hay la gran oportunidad de abrir el camino de retorno al imperio del bien común.
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