Gabriel Me. Otalora
Leo en Religión Digital los datos de una reciente encuesta del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) sobre cómo se definen los ciudadanos en materia religiosa. Mientras que casi el 69,9% se dice católico, el 59,6% no pisa “casi nunca” la iglesia y si lo hace es en ceremonias sociales como bodas, comuniones, etc. de allegados. A la pregunta de con qué frecuencia asisten a oficios religiosos sin contar esas ceremonias por uso social, un 59,6% responde “casi nunca”; el 13,9% lo hace “varias veces al año”; el 10,1% “alguna vez al mes”; el 13,3% “casi todos los domingos y festivos” y el 2,4% “varias veces a la semana”. Solo el 3,1% se declara creyente de otra religión.
Lo curioso es que, el 75,3% cree en Dios frente al 24,7% que no (el 15,8% se define como agnóstico y el 8,9% como ateo). Es decir, que el sustrato social sigue siendo religioso pero la vivencia, no. Sería interesante que una encuesta de estas características siguiera ahondando en el tema y preguntase a los entrevistados sobre las causas de este divorcio entre la convicción y la práctica.
En mi opinión, veo dos causas principales en estos resultados: el materialismo consumista reinante que se manifiesta en una pavorosa indiferencia; y la imagen deteriorada de la Iglesia católica como institución. La primera nos envuelve a casi todos, y de qué manera. Este modelo neoliberal nos arrastra hacia la indiferencia solidaria dificultando la verdadera experiencia religiosa, la práctica de la oración en escucha y el compromiso con el hermano sufriente.
La segunda causa es un problema que el Papa Francisco no se cansa de repetir por activa y por pasiva alertando del daño que ocasionan las carrearas eclesiásticas, los dogmatismos curiales y la falta de ejemplo que facilita el escándalo. Los templos se vacían de fieles y generaciones casi completas ignoran la liturgia católica. Las vocaciones sacerdotales son exiguas, los laicos pintamos poco en general y las mujeres -religiosas y monjas incluidas- son el vagón de cola. Javier Elzo recuerda en su último libro que Francisco, hace dos años en Filadelfia, dijo que el futuro de la Iglesia pasaba por los laicos y las mujeres para concluir -el sociólogo vasco- que el poder sin autoridad es lo que está en juego en la Iglesia.
Diríase que la mayoría de obispos mantiene una fe replegada y defensiva sin asomo de autocrítica que esperan a un sucesor de Francisco más propicio a sus intereses. No es de extrañar que la sociedad les dé la espalda siendo el colectivo de cristianos peor valorados (muy deficiente, según las encuestas anuales de El País, mientras que Cáritas está en el grupo de cabeza de las instituciones mejor valoradas).
De nuevo el Papa Francisco da las claves para volver al evangelio como Buena Noticia para todos: “Que nadie intente separar estas tres gracias del Evangelio: su Verdad, su Misericordia y su Alegría. Nunca la verdad de la Buena Noticia podrá ser sólo una verdad abstracta, de esas que no terminan de encarnarse en la vida de las personas porque se sienten más cómodas en la letra impresa de los libros. Nunca la misericordia de la Buena Noticia podrá ser una falsa conmiseración, que deja al pecador en su miseria porque no le da la mano para ponerse en pie y no lo acompaña a dar un paso adelante en su compromiso como expresión de una alegría enteramente personal”.
Suficiente material revelador para reflexionar ante la Pascua de Resurrección ahora que el CIS nos cuenta que la mayoría no son agnósticos ni ateos (como algunos rojeras de medio pelo tratan de convencernos) sino desencantados de una oferta religiosa carente de las tres virtudes teologales tal y como el Maestro nos enseñó a vivirlas, es decir, con el ejemplo. En palabras del profeta Casaldáliga, es tarde pero es madrugada si insistimos un poco.
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