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sábado, 4 de marzo de 2017

LA CRUZ Y EL CRUCIFICADO


Aquí estamos acostumbrados a referirnos indistintamente para expresar lo mismo. Lo hacemos en la liturgia y en la manifestación pública de lo cristiano. De hecho, la cruz es el signo cristiano por el que nos reconocen como seguidores de Cristo; también en esto del seguimiento hemos errado pues tener fe en el Dios cristiano no es creer que Dios existe sino más bien el seguirle con nuestro ejemplo en forma de actitudes y conductas. Ser practicante no es ir a misa -solo- sino actuar a diario conforme al evangelio.
Pero a lo que iba. La cruz y el crucificado los empleamos como sinónimos cuando no deberían serlo. No es en el madero donde ponemos nuestro corazón y nuestra fe sino en Jesús que por amor acabó colgado en él. Su persona es quien nos atrae, como dice Juan: cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos sobre mí (Jn 12, 32) dando entender de qué muerte iba a morir.
La cruz es signo de muerte, efectivamente, y fuente de muchos equívocos sobre el sufrimiento cristiano. Dios no quiere sufrir ni que suframos. Murió contra su voluntad, asesinado por mantenerse en su denuncia profética contra quienes impedía la explosión de su Reino de amor para todos.  Su sufrimiento fue la consecuencia no querida del lado más oscuro del ser humano al que respetó en su libertad. Pero Jesús predicó la alegría, la solidaridad, el amor; nunca buscó el sufrimiento como una bendición; al contrario, se dedicó en cuerpo y alma a salvar del sufrimiento a los demás, aunque no se sintieran de los suyos.
Salva el crucificado en un madero y lo hace con su amor.  El madero es santo por el personaje al que se clavó en él. Curiosamente, los protestantes en cambio, no entienden la exaltación del crucificado si Jesús ya ha resucitado. Pero esta es otra discusión.
Cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminó en Estrasburgo que la presencia de un crucifijo en las aulas era una violación de los derechos humanos (2009), no rechazaron la cruz. Lo que rechazaron fue al crucificado. Podrán quitarlo de aulas y lugares públicos pero nadie rechaza o se abraza a un madero. No, no es la cruz, es el crucificado. Él es quien nos sigue invitando a remar con audacia hacia el amor que, en definitiva, supone crecer en plenitud humana. Apostar por el bien sobre el mal, la verdad sobre la mentira, la solidaridad frente a la indiferencia egoísta. Nada que ver con la exaltación del sufrimiento.
La vida cristiana es un largo aprendizaje para centrarnos en Cristo crucificado y en lo que significa la Salvación como liberación de las cadenas que atrapan lo mejor del ser humano, siguiendo siempre la senda del evangelio que, como todo el mundo sabe, significa buena noticia; misericordia quiere Dios, no otros sacrificios.

Gabriel María Otalora
Eclesalia

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