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martes, 10 de enero de 2017

Las condiciones inhumanas de las cárceles brasileñas

Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara


Santos en la cárcel
El Gobernador de Amazonas, José Melo, dijo que “no había ningún santo” entre las víctimas mortales en la prisión de Manaos, poco después de el Papa expresara este miércoles su “dolor y preocupación” por la matanza en la cárcel brasileña de Manaos, durante un espantoso motín que se produjo en ella, como consecuencia de la lucha de dos bandas de narcotraficantes por conseguir el control de las droga peruana. Por los testimonios de los testigos, la crueldad y barbarie de las imágenes, y las terrible consecuencias del enfrentamiento, el luctuoso evento provocó la estupefacción, sorpresa, incredulidad, y, luego, la indignación, mezclada con el dolor, en todas las personas con un mínimo sentimiento humanitario. Por eso no es de extrañar que, con la conocida sensibilidad del episcopado brasileño para involucrarse, sentir, e interesarse por los problemas y conflictos sociales, se pronunciara rápidamente, denunciando “el lamentable sistema penitenciario brasileño”.


Y esa “¿injerencia?” de la Iglesia y del Papa en el enjuiciamiento del bárbaro sucedo es la que provocó la respuesta airada del Gobernador, afirmando, de los 60 fallecidos, que “eran todos asesinos o violadores”, y en su elemental e ignorante conocimiento teológico, concluir que entre ellos “no había ningún santo”. Posiblemente el dirigente amazonense se sintió alcanzado, y, de alguna manera responsabilizado, por las palabras de Francisco, que resumían así su mensaje: “Expreso dolor y preocupación por lo sucedido. Invito a rezar por los difuntos, por sus familiares, por todos los detenidos de esa cárcel y por los que allí trabajan. Y renuevo la apelación a que los institutos penitenciarios sean lugares de reeducación y de reinserción social, y las condiciones de vida de los detenidos sean dignas de personas humanas”. Es decir, el Papa acertó de lleno en la diana. Todos los que hemos vivido unos cuantos años en Brasil sabemos las infrahumana condiciones en que se encuentran las cárceles brasileñas, y los niveles de indignidad en que transcurren los días de los presos.
En estas condiciones de absoluta inhabilitación, degradadas y embrutecidas, no sabemos si los “santos” a los que se refiere el Gobernador lograrían comportarse de manera digna, decorosa, ética, y, ¡esto sería lo deseable”, cristiana. Pero el caso es que sospecho que el concepto de santidad de la máxima autoridad del Estado amazonense no solo participe de la exagerada moralización que tanto he criticado yo en la aplicación de la idea de “santidad” en la Iglesia, sino que la amplíe y la convierta en una condición inaguantable e irresistible. Quiero decir con esto, que si Melo se refiere con la palabra santos a los que muestran “virtudes heroicas”, como se suele afirmar en los documentos de beatificación y canonización de los “santos oficiales” proclamados por la Iglesia, habría que hacerle ver que en el palacio gubernamental tampoco abunda ese tipo de santos, por lo que si ésta carencia es una razón viable y presentable para una matanza como la de la cárcel de Manaos, que se eche a temblar, porque nadie se podría tampoco lamentar por una incidencia de esa índole en los muros de su vivienda.
Con eso quiero decir que es una solemne estupidez lanzar la idea de que entre los “no santos” la barbarie, la crueldad y la indignidad son aspectos soportables y asumibles, como si solo “los santos” tengan derecho a una vida digna, humana y respetada. Y, desgraciadamente, este es un concepto socio-político que está aumentando con la creciente e imparable desigualdad socio-económica. Así que, mejor que responder de manera torpe e irrespetuosa al Papa, más le vendría bien al Gobernador del Estado donde sucedió una escena tan escandalosa y vergonzosa, iniciar un proceso de autocrítica, como último responsable de las condiciones humanitarias mínimas exigibles a todo habitáculo de personas. Y si su Estado no se siente capacitado para garantizar ese mínimo derecho, que lo proclame, lo exponga, y, en último extremo, presente su dimisión por no poder cumplir, en conciencia, uno de los mandatos fundamentales a los que se debe un gobernante en una sociedad civilizada.

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