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martes, 11 de octubre de 2016

Nuevo cónclave jesuita

Gabriel Mª Otalora


Desde que Ignacio de Loiola fundara la Compañía de Jesús, han pasado muchas cosas. Pero el número de sus reuniones generales, han sido más bien escasas: este 2 de octubre comienza la 36ª Congregación General en la que se elegirá al décimo tercero sucesor del fundador. Muy poquito gasto en reuniones generales para los 476 años de vida que lleva esta orden religiosa, incluidos aquellos en que un grupito se mantuvieron activos gracias a Catalina II de Rusia, cuando en el resto del mundo, el Papa del momento (Clemente XIV) disolvió la organización.

Tuvo que ser Catalina la Grande, una emperatriz ortodoxa, quien salvara a la Compañía por su gran estima al trabajo educativo de los jesuitas que, no lo olvidemos, fueron los primeros en lograr aulas con alumnos de diferentes clases sociales, algo entonces revolucionario pero que mejoró significativamente el nivel educativo de los ricos y logró que la educación llegara por fin de manera reglada a los pobres. Aquella mujer no reconocía a la autoridad papal y no le tembló el pulso a la hora de prohibir a los obispos católicos de sus territorios que publicasen el documento supresor. Y sin su promulgación, la disposición de disolución no tenía efectos, ya que para que así fuese hubiera debido ser notificada a los interesados.
El Papa Pío VII fue quien reconoció oficialmente a los Jesuitas que sobrevivían en el imperio ruso, el 7 de marzo de 1801. Pero el reconocimiento general no fue automático en el resto del mundo sino que fue a partir de 1800 cuando secretamente y con autorización del Papa, algunos ex jesuitas agregados a los de Rusia se fueron extendiendo en comunidades por Italia, Francia, Suiza, Bélgica y Holanda, Inglaterra y Estados Unidos. Hubo que esperar al 7 de agosto de 1814 para que Pío VII promulgase la bula que derogaba lo decidido cuarenta y un años antes por Clemente XIV.
En las Normas Complementarias de las Constituciones jesuíticas se afirma que la misión de la Compañía de Jesús pivota entre el servicio a la fe y la promoción de la justicia. Ambas constituyen la misión única e idéntica de la Compañía: por eso, ni en sus objetivos ni en su actividad ni en la forma de vida pueden separarse el uno de la otra, sino que representan el elemento integrador de todos sus ministerios. Esta misión incluye además, como elementos de la evangelización, la inculturación del Evangelio y el diálogo con los miembros de otras religiones.
Por tanto, en la esencia de su misión está “la fe que busca” y “la justicia es”, inseparables: la fe que dialoga con otras tradiciones y evangeliza las culturas.
Los jesuitas no deben renunciar a estar en la punta de lanza de la Iglesia, a ser profetas y testigos que recuperen la esperanza que se abrió con el Concilio Vaticano II. Su magis pasa por liderar la justicia evangélica desde la opción por los menos favorecidos como se destaca en todas las páginas del Evangelio. Deben mantenerse abiertos al mundo con audacia, a la manera de Arrupe y Bergoglio, aprendiendo mientras enseñan a otros (servir a los demás le beneficia a uno mismo) y aprovechando el auge que tienen en los países en vías de desarrollo sus actividades que se traducen en vocaciones, presentes ellos en las misiones más importantes de la Iglesia.
Los mejores deseos para esta nueva elección que en esta ocasión cuenta con un Papa en activo entre sus filas, un verdadero profeta de la misericordia divina al que parece que le siguen una minoría de católicos, al menos en el Primer Mundo, empezando por su propia Curia romana. Seguro que el sucesor de Adolfo Nicolás sabrá navegar entre las aguas de su auto-impuesta fidelidad de servicio al Papa y las de la libertad que siempre ha demostrado su Orden a la hora de analizar y actuar en el mundo sabiendo buscar los signos de los tiempos. 

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