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miércoles, 26 de octubre de 2016

Las ganas de vivir

Jaime Richart, Antropólogo y jurista


Aubrey de Grey, es un biogerontólogo londinense que viene dando guerra para convencernos de que se puede vivir mucho más de lo que vivimos (se supone que en los países de su mundo). Pertenece a la Fundación para la Investigación de la Se­nescencia Negligible Ingenierizada (SENS). Bonita Funda­ción, esforzada para nada… Este célebre biogerontólogo trabaja en una técnica de recuperación de tejidos que asegura que nos permitirá vivir 1.000 años.

Lo primero que se me ocurre a propósito de este noble tra­bajo investigador para la recuperación del tejido celular de la per­sona que podría permitirnos vivir mucho más, según él, es que si el fin es bueno el móvil es baldío y hasta el remotísimo e hipotético logro contraprodu­cente. Baldío, porque él no verá los resultados. Contraprodu­cente, porque el diferencial entre las expectativas que su tra­bajo ofrece y esos hipotéticos resulta­dos, ha de generar más frustración en quienes confíen en él y en sus investiga­ciones que esperanza por fiárnoslo tan a largo plazo. Pero es que además su planteamiento por sí mismo me parece de todo punto erróneo, pues atiende exclusi­vamente a aspectos orgánicos y físicos del ser humano.
Aubrey de Grey recurre a comparar al cuerpo humano con el motor de un coche o de un avión. El envejecimiento es lo que le sucede a cualquier máquina que tenga partes, puede ser un co­che o un avión, dice. Una obviedad física. Y se pueden repa­rar. Otra ob­viedad. Y se queda tan satisfecho con sus conclusio­nes y sus propósitos que a buen seguro agotaràn el mo­tivo que él ha en­contrado como motor de vida, de su vida, para seguir viviendo muchos años más, aunque eso se verá…
Lo segundo que se me ocurre es que De Grey piensa para su “proyecto” en el hombre o mujer medios o en el hombre o mu­jer “felices”, acomodados y sin problemas, ni materiales ni mo­rales que son los que más desgastan “el vivir”. Pues si los pro­blemas materiales podemos evitarlos obteniendo y acumulando di­nero, los morales no se evitan salvo que extirpemos de nues­tra personalidad la conciencia moral, la preocupación por los demás y por la vida en general; en suma, la sensibilidad; convir­tiéndonos así en eso que ya circula por ahí como el fu­turo alojamiento de nuestro cuerpo en el futuro: el robot.
Por otro lado, el deseo de inmortalidad y el de no envejeci­miento está en el imaginario humano desde siempre. Desde el “Fausto” de Go­ethe hasta “El retrato de Dorian Gray”, de Oscar Wilde, hay un buen número de obras literarias y ensayísticas que tratan del asunto…
En el primer caso, Fausto es capaz de vender su alma a Mefistó­feles, el diablo, con tal de ser inmortal. En el segundo, Dorian desea tener siempre la edad que tenía cuando le pintó en el cuadro Basil. Mientras él mantiene para siempre la misma apa­riencia del cuadro, la figura retratada envejece por él. Do­rian no envejece pero el retrato sirve como un recordatorio de los efectos de su alma: con cada pecado la figura se va desfigu­rando y envejeciendo…
En una palabra, y hablo del De Grey autor de este programa y de esta investigación, como buen hijo del utilitarismo, del prag­matismo anglosajón sólo atiende a los aspectos fibrilares del or­ganismo, obviando los psicológicos y morales que tanto in­flu­yen en el proceso vital del envejecimiento y de la joviali­dad. Y esto me parece un despropósito aunque él se ciñe a lo suyo y, como el jurista, no se puede salir del orden y paráme­tros presta­blecidos para ejercer bien su oficio de gerontólogo. Co­mo des­propósito me parece conformarse con lograr una aparien­cia de nuevo, renovando el chasis del coche o avión a los que compara con el organismo humano pero manteniendo el mismo motor vetusto… que en el ser humano es un alma, un mente o un espí­ritu irremplazables.
Que teniendo (y luchando para conseguirlo) un organismo jo­ven y unas células renovadas se vive más y mejor, nadie lo duda. Que hoy se vive en el conjunto de la sociedad màs que hace un siglo, tampoco. Pero la vida es mucho más que eso. Pues aparte de vivir más o menos, la vida es efecto de una serie de con­causas y resulta indiferente vivir más si la vida no es grati­ficante por causas ajenas a la salud, a las células, renova­das o no, y a las físicas y materiales. Y no es gratificante ni de­seable cada vez para mayor número de personas que siguen en vida o se la prolongan artifi­cialmente de varias maneras, es­tando en cambio moribundas por de­ntro…
En resumidas cuentas, la gente no se cansa de vivir solamente porque envejece físicamente o porque a sí misma se ve vieja. La gente se cansa de vivir porque las razones que han dado vida a su vida y las novedades que la han estimulado acaban in­exorablemente no siéndolo o bien aun siéndolo, porque acaban tam­bién siendo justo un estorbo para el sentido personal de la belleza, de la armonía, del solaz, y para el sentido de la vida en general asociado a todo eso, que es lo que se lo ha dado en el transcurso de ella. Eso, hablando de un hombre o de una mujer medios y felices, sin sobresaltos ni graves contra­tiempos. Por­que si examinamos al hombre y mu­jer medios, pero de una me­dianía en la que están presentes los conflictos que acompañan al devenir social y familiar, a la ruina, a la quiebra de la salud y a la tenebrosidad de su futuro, suyas y de sus seres queridos (o la falta en absoluto de seres que­ridos), el deseo de vivir más nos abandona cuando la pre­sión del sentimiento de fracaso o de caducidad de la vida es de­masiado alto. Y esto es muy acusado en tiempos tan críticos como los que que vivimos; tiempos de tanto sufrimiento moral en la vida de las personas “normales”; tiempos en que se excita el deseo, en la medida que no puede sa­tisfacerse; tiempos en que es usual la ruptura de la familia tra­dicional, acompañada esa ruptura de graves disturbios psi­cológicos de la pareja y de la prole; tiempos en que sin em­bargo o por eso mismo, paradójicamente predomina el ansia por evitar el dolor físico y el sufrimiento moral a cualquier pre­cio, sin poder lograrlo; tiem­pos en que predomina la imposibili­dad de lograr un trabajo y la desesperanza de encon­trarlo; tiempos, por otro lado, de suma lucidez combinada, tam­bién en paradoja, con suma cretinez… Por todo lo cual no es difí­cil conjeturar que el deseo de abandonar la vida esté en gene­ral con creces redoblado.
Y hay un último argumento. El tiempo no existe. La eternidad sí. Pues bien, comparando un tiempo que no existe pero que me­dimos por razones pràcticas, con la eternidad, ¿nos quiere de­cir De Grey qué importancia tiene regenerar las células del or­ganismo para vivir en lugar de cien años doscientos, de mala manera, con sufrimientos previsibles, y con un pano­rama para la vida sobre la tierra aterrador y espeluznante para quienes no somos ni queremos ser ese robot, o para ese ser necio que nada en la abundancia con un alma como la de Do­rian Gray?
Prescindamos de los que por múltiples razones o ninguna no desean vivir y se suicidan. Basten los siguientes datos: uno, 800.000 personas se suicidan al año en el mundo. Y otro (éste bien elocuente y a tener en cuenta en otros aspectos sociológi­cos): mientras la tasa de suicidios en Europa occidental y Esta­dos Unidos ronda el 23 por cada 100.000 habitantes, en los paí­ses dominados por el Islam apenas pasa del 0,1…
Así es que déjese De Grey, a menos que no tenga otra cosa que hacer o a menos que de este oficio no haga su medio de vida o su “azón de ser”, de empe­ñarse en regenerar células humanas para vivir tanto. Ahórrese tamaño esfuerzo. Pues hay fundadas sospechas para pensar que, tal como va la socie­dad humana y la vida en la Naturaleza y en el planeta, va a llegar un momento que seràn muchos más los seres humanos que de­seen acortar su vida que los que quieran prolongarla…

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