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viernes, 19 de agosto de 2016

Una luz que no brilla

Gabriel Mª Otalora
Tengo la impresión de que hemos claudicado a la hora de aceptar que lo negativo sobreabunda sin mayores precisiones. Consecuentemente, lo bueno apenas lo notamos ni encuentra el espacio adecuado en las noticias. Nos han convencido de que el bien no vende ni tampoco sirve para caminar en este oscuro siglo XXI, como si no quedase otra opción que resignarnos procurando evitar en lo posible las malas noticias. Pero el mundo se teje, se mantiene e incluso avanza a pesar de este nuestro estado de ánimo generalizado.
Si nos fijamos en la actualidad que recorre las redes sociales y la literatura, parece como si la existencia discurriese toda por el cauce de la desesperanza, el cinismo, el desamor y la superficialidad, donde la globalización mata las singularidades y es capaz de caricaturizar la bondad hasta convertirla en ridícula. Incluso hay quienes elogian al fracaso al grito de que se puede sacar rédito al difundir sus vergüenzas a los cuatro vientos. No es de extrañar pues que resulte más fácil escribir sobre el desasosiego, la banalidad y las grandes turbaciones de nuestro tiempo que hacerlo sobre conductas que pueden ser liberadoras. Pero el precio de aceptar mansamente todo esto es que se nos escapa por ocultación el lado luminoso de la existencia, que también es real y se comporta con fuerza transformadora en los dolores y alegrías humanas, pero nunca desde los algodones y el papel cuché. Y es que la banalidad resulta mucho más mediática. Eso sí, contagiarse de insustancialidad en sus variadas manifestaciones embalsamadas con indiferencia, supone la inmersión en un estado de ánimo colectivo que acaba por parecerse a los peces muertos, que van donde les lleva la corriente.
Si no podemos con el dolor y la frustración, lo que se lleva es sobrevivir en la superficie en la que cabe todo, incluso remachar los fracasos para sacarles morbo y chispas económicas en lugar de trabajar la fortaleza esperanzada para superarlos. La tristeza existencial está de moda, como en cualquier decadencia. Puede que sea miedo lo que atenaza a esta sociedad desnortada y presa de un consumismo que nos hace ver la realidad bajo su exigente lupa; parece imposible salir del atolladero superficial al que nos ha abocado con todas sus consecuencias. Sin embargo, no es posible ocultar del todo las denuncias sociales solidarias, los gestos ni las actitudes que luchan denodadamente para cambiar las cosas a mejor. Son llamitas, fogonazos breves pero intensos, que aparecen a la vista fugazmente aquí o allá; son los que consiguen que la existencia no se oscurezca del todo. Esos gestos mantienen a cubierto la solidaridad, el amor y lo mejor del corazón humano, hibernados como primicia de una nueva primavera que llegará de nuevo, sin duda, porque la historia humana nunca ha sido lineal.
Es posible y necesario elevar la mirada para ver la existencia con los mejores ojos, capaces de descubrir otra realidad tan intensa como la miseria moral, pero mucho más potente por lo que tiene de constructiva. Y el amor es desde donde tenemos que empezar la remontada, al estilo de Jesús. Aire fresco, en definitiva, para nuestro corazón cansado. Es cierto que el poder de lo superficial está ahí y que su triunfo deslumbra a corto plazo como un lienzo pintado todo de blanco, al que su autor convierte en arte gracias a su retórica para explicarlo ante la carencia de goce estético. (No se pierda el lector el libreto Arte, de Yasmina Reza, y sobre todo la sentada teatral desde el patio de butacas).
Lo que quiero es poner mi cubito de arena limpia en esta gran playa que muestra sus desechos sin pudor tratando de convencerse que ellos son la realidad natural de cualquier arenal que se precie. Yo no quiero sumarme a esta visión posmoderna irreal por incompleta, ni a los peces muertos que son llevados por una mala corriente llenos de temor pero creyéndose a salvo en la superficie de la insustancia

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