Ayer vimos al Papa en Auschwitz-Birkenau. Lo vimos encender una lámpara de aceite en memoria de las víctimas y bajar, en silencio y oración, a la celda en la que el sacerdote Maximiliano Kolbe fue encerrado para que murieran de hambre y sed. Después saludó a algunos supervivientes y a cristianos que ayudaron a los perseguidos. No pronunció ningún discurso. Sólo dejó un mensaje en el libro de memorias del campo. Tal vez esperábamos unas palabras de Francisco sobre Dios y el problema del mal, y que intentaría responder, como hizo Benedicto XVI, a la pregunta de dónde estaba Dios en Auschwitz. Pero la visita fue de silencio y oración.
El mal es un misterio. Podemos hablar horas y horas sobre el mal, escribir voluminosos tratados sobre el sufrimiento, y preguntarnos quiénes son los culpables de los horrores, pero al final sigue siendo un misterio.
El Papa nos acaba de enseñar cuál debe ser nuestra actitud ante ese misterio: el silencio y la oración, para que el dolor de millones de personas cale en nuestros corazones, y nos decidamos a no banalizar nunca el mal. Y la petición de perdón no sólo para unos pocos, sino para toda la humanidad.
Francisco rezó en la celda de san Maximiliano Kolbe, que se ofreció a morir en lugar de Franciszek Gajowniczek, condenado con otros nueve hombres como represalia por la fuga de un prisionero. Kolbe le dijo al coronel de las S.S. Karl Fritzsch: «Soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo. Querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene esposa e hijos». La sustitución fue aceptada. He aquí el modo de superar el mal: entregar la vida por el bien de los demás. En medio de aquella barbarie de odio y maldad, un hombre entrega su vida por otro hombre. Kolbe nos demuestra que la última palabra, la única palabra importante, no es el mal, sino el amor. Dios estaba en Auschwitz, en el corazón de Kolbe
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