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miércoles, 11 de mayo de 2016

Para una Reforma revolucionaria, (o una Revolución reformadora) de la Iglesia. (II) Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara

3º) Tiene que mudar radicalmente el papel segundón que se le ha asignado a los fieles laicos. A partir de la “legalización” de la Iglesia en los siglos IV-V, a la jerarquía de la Iglesia siempre le gustó, o eso parece después de un estudio serio de la Historia, hasta casi la fascinación, el brillo, la resolución, el “glamour”, dicho abierta y sinceramente, el Poder de los Gobiernos de la sociedad civil. Y, poco a poco, fueron pareciéndose a los gobernantes de las naciones, hasta confundirse con ellos. A lo largo de la Edad Media, que está mucho más cerca de lo que parece, y mucho más presente de lo que algunos piensan, las autoridades cristianas eran tan, o más, poderosas, que las que podríamos considerar civiles. Tenían sus palacios, sus cortes, sus impuestos, sus ejércitos, su estructura burocrática y funcionarial, que, a partir de la caída del Imperio Romano de Occidente, por lo menos en éste, supera en personal, en preparación y organización, a las “curias” civiles. En el Imperio Oriental, y sobre todo en capital, Constantinopla, tal vez no podríamos decir lo mismo, pues eran mucho más sofisticados, finos, delicados, hasta parecer a los cruzados europeos “afeminados”.

Hago esta pequeña introducción para llegar donde quería: en un momento, la condición clerical se convirtió en la Europa convulsa de la alta Edad Media en una “buena carrera”, no digamos si se conseguía escalar los puestos altos, como obispados, o mejor, arzobispados de las diócesis importantes. Además, los clérigos eran , en la práctica, los únicos que estudiaban, en una sociedad sin escuelas públicas, y con universidades de fuerte influencia clerical. El concilio de Trento, con la instauración oficial de los seminarios, que por eso todavía en algunos sitios se llaman “seminario conciliar”, reforzó, todavía más el papel de los clérigos, y abrió un brecha profunda, casi insalvable, entre el clero y el laicado. A partir de ahí, y según algunos observadores, historiadores y teólogos, se constató que la Iglesia se convertía en un monstruo, con una enorme cabeza, el clero, y un cuerpo enano, frágil, debilitado y debiloide, el laicado. Y a esta “organización”, que debería ser eclesial, pero era sobre todo clerical, el Derecho Canónico promulgado el año 1917, en el pontificado de Benedicto XV, la describía como “sociedad perfecta”, es decir, equiparable a cualquier Estado, en su autonomía, su independencia, y su propia legislación.
Pero lo primero que habría que preguntarse es si en el Evangelio hay alguna pista que nos permita imaginar semejante escenario. Mas bien lo contrario. Cuando Jesús compara la comunidad de sus seguidores con las de los Estados civiles, y sus gobernantes, dice cómo entre ellos los que gobiernan los oprimen y abusan de los de abajo, “pero entre vosotros, que no sea así; el que quiera ser el primero, que sea el último, y el servidor de todos” (Mc, 9,35). Ni en el evangelio, ni en la praxis de la Iglesia primitiva, encontramos el más mínimo fundamento para la construcción de un Estado, poderoso, o no, entre los seguidores de Jesús. El Vaticano II lo dejó bien claro, definiendo a la Iglesia como “Pueblo de Dios”. No son los sistemas organizativos, ni menos los de Gobierno, los que van a caracterizar a la Iglesia como sociedad perfecta, sino los instrumentos de Dios, dejados por el Señor a su Iglesia: Palabra, signos sacramentales, la propia comunidad de amor y servicio, el amor fraterno, el perdón, y el servicio ministerial; estos son los que van a perfilar y modular, y crear, y organizar a la comunidad eclesial como verdadero “Pueblo de Dios”.
Y esta fue, en mi opinión, como ya he repetido tantas veces, una de las prioridades del Concilio: acabar con ese foso, antievangélico, antipastoral, y anti eclesial, dela separación clero-laicado. Pensar que esta organización es, como algunos atrevidos afirman, “iure divino”, es un abuso, un atropello de los fieles, y una indebida intromisión en la voluntad divina, misteriosa, santa e intransferible. Jesús, que es el único enviado del Padre, como oímos en el evangelio de hoy, no da ninguna pista, más bien, la niega, de que la voluntad del Padre sea esa división, que más que simplemente jerárquica, se convierte casi en una organización de castas. Y uno de los primeros pasos para una Reforma real y creíble de la organización de la Iglesia, para que se parezca a la comunidad de seguidores de Jesús, sería la eliminación de esta especie de aristocracia escalonada que preside la organización eclesiástica; para que deje de ser esto, eclesiástica, y comience a ser, eclesial.
He recordado, más arriba, la fascinación que el poder ejerció sobre los dirigentes de la Iglesia, cuando esta se convirtió en gran referencia de orden, de seguridad, de cultura y de poder, a partir de la caída del Imperio Romano. Eso dio paso como sabemos, a la organización de una Iglesia feudal, con obispos señores feudales, cuando no señores de la Guerra. En esos extremos esa situación parece que iba a acabar con la pérdida de los territorios pontificios, en el siglo XIX, en el pontificado de Pío IX. Pero no fue así, y lo podemos comprobar en el estilo de vida de los Papas, lo obispos, y los altos cargos de la Curia vaticana. A raíz de eso el Vaticano II pretendió una vuelta a los orígenes y al Evangelio. Pero por motivos comentados desde miles puntos de vista, esa tentativa del concilio se frustró. Y este es el motivo de la extrañeza, hasta casi el escándalo, que ha provocado, y lo sigue haciendo, el papa Francisco. Y lo último que éste quiere parecer, y mucho menos ser, es Príncipe de la Iglesia, y hace todo lo que puede para conseguirlo, y lo está logrando. con gran susto y alboroto de los curiales, y de otros jerarcas que, por lo visto, gustan de una vida que si no es, tiene todo para parecer una vida principesca.
La conclusión de esta entrada es la prisa, verdadera urgencia, que tiene la Iglesia de corregir un error anti evangélico, de enorme incidencia y transcendencia: la división de la comunidad eclesial en dos campos, uno dependiente, ¡y cómo!, del otro. Y quiero reseñar que no significa, por mi parte, ni petulancia ni atrevimiento excesivo, el solicitar este cambio sustancial, porque los siglos no hacen que una actitud contraria a la enseñanza del Maestro, y a la práctica de la Iglesia primitiva, paradigma perpetuo para la Iglesia de todos los tiempos, por mucho tiempo que pase, deje de ser una traición al Evangelio y a la proclamada y necesaria igualdad entre todos los hermanos, fuera de las tareas comunitarias que a cada uno le compitan.

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