Enviado por Pepe Mallo
A
finales de octubre de 2013, el Papa sorprendió a las conferencias episcopales
de todo el mundo con la presentación de
un cuestionario relativo a la familia. Se trataba de 38 preguntas dirigidas no
solo a los obispos sino a todas las comunidades cristianas de la Iglesia
universal como preparación a un futuro
Sínodo sobre la Familia. De esta manera ponía en marcha un mecanismo original,
valioso y práctico para conocer el sentir y oír la voz de los fieles, rompiendo
con la ancestral costumbre de consultar exclusivamente a la jerarquía. La
respuesta de las comunidades fue espléndida.
Tras
dos dinámicas y laboriosas asambleas sinodales, Francisco ha publicado la
exhortación “Amoris laetitia” (AL), alabada y ponderada por todos los
sectores eclesiales. Todo el mundo ha quedado contento, según el color de sus
lentillas. Unos, porque aseguran que nada ha cambiado respecto a la doctrina de
la Iglesia. Otros, porque Francisco ha abierto una brecha en la inflexible
pastoral tradicional. Ofrece un nuevo planteamiento, un nuevo lenguaje, una
nueva manera de abordar todas las cuestiones, un eje nuevo y diferente que hace
cambiar todo sin imponer nada.
Francisco invita a hacer autocrítica. Y a esa oferta
me acojo. En los documentos de la
Iglesia abundan las exposiciones puramente doctrinales en las que se
establecen rotundamente la tradición y las normas. Se diseña un marco teórico
que generalmente no incide ni coincide con los problemas reales de las personas
ni aborda situaciones específicas. La palabra va por un lado, la práctica por
otro. Los hechos contradicen la palabra. Y lógicamente esta postura más bien
consigue producir indiferencia o rechazo. Se trata, pues, fundamentalmente, de
que las alocuciones, documentos, encíclicas o exhortaciones no queden en mera
palabrería (que es lo que suele suceder), sino que se lleven a la práctica, aún
a riesgo de capitular o que salten por los aires trasnochados preceptos y
ventajosos privilegios. Hago este preámbulo a raíz de la reciente exhortación papal “Amoris laetitia” . Entremos en
tema.
"Acompañar, discernir e integrar". El título
del capítulo octavo de la Exhortación
recoge estas tres palabras, claves en la pastoral de Francisco. Y en el
desarrollo doctrinal leemos esta afirmación:
“Se trata de integrar a todos, se debe ayudar a cada uno
a encontrar su propia manera de participar en la comunidad eclesial... Nadie
puede ser condenado para siempre, porque esa no es la lógica del Evangelio. No
me refiero sólo a los divorciados en nueva unión sino a todos, en cualquier
situación en que se encuentren.” (AL. 297)
¿De veras, hermano Francisco? ¿Integrar
a “todos” en cualquier situación en que se encuentren? Bien sabemos, y la
exhortación lo ratifica, que existen
miembros de la Iglesia marginados o no integrados plenamente a causa de leyes
canónicas arbitrarias, cuando no injustas. Entre estos miembros se
encuentra el colectivo de los curas
casados. Y no sería desacertado asegurar que ellos sí que “han sido
condenados para siempre”, a pesar de las misericordiosas palabras de
Francisco. Oficialmente se habla muy poco de ellos, y la mitad de lo que se
dice es para denigrarlos y desacreditarlos. Esta es la triste realidad. Y
mientras unos disfrutan de “paraísos
eclesiales” (perdón por la
analogía), los “des-integrados” quedan atrapados en “infiernos
canónicos”. Mientras se ampara, se avala y se concede “amnistía eclesial”
a ciertas asociaciones que han demostrado ser antievangélicas, sectarias,
intransigentes e intolerantes (legionarios, lefevrianos, opusinos, kikos...),
se desahucia y se excluye a quienes han optado responsablemente por un proyecto
de vida en el amor matrimonial. ¿La expresión “la Iglesia somos todos”
no se quedará, como la de Hacienda, en frase publicitaria,
adecuada y propicia sólo para marcar la
“X por tantos”?
No solo igualdad de oportunidades sino restitución de derechos. En
este colectivo subsiste desde hace muchos años una mezcla de indignación,
vergüenza y esperanza. La indignación y la vergüenza permanecen porque no se
perciben gestos propicios. Y la esperanza se ha tornado en melancolía, en
nostalgia, por lo que puede ser y no es. Hay ilusión. Pero no la ilusión por
alcanzar alguna utopía irrealizable; tan solo se pide restituir la dignidad y
el legítimo ejercicio de un derecho.
La “Amoris
laetitia” recoge un título sobre el “discernimiento de las situaciones
llamadas irregulares”. Podríamos afirmar que en el colectivo de curas
casados se da una persistente “situación irregular”; pero no por parte
de las personas que han tomado una seria y responsable opción de vida, sino de
la Iglesia que dicta e impone leyes antievangélicas. El discernimiento es
esencial para esclarecer la verdad, no desde cualquier perspectiva, sino desde
el Evangelio.
“Esta
Exhortación adquiere un sentido especial en el contexto de este Año Jubilar de
la Misericordia.”
(AL. 5). El Jubileo
de la Misericordia exige “volver a dar dignidad a cuantos han sido privados
de ella” (Misericordiae Vultus, 16). Una vez más nos topamos con que los
hechos se enfrentan a las palabras. Una cosa es la teoría (yo ni siquiera la
llamo doctrina) y otra los comportamientos. Mientras la mentalidad de la
Iglesia (y su Derecho Canónico que es fruto de esa mentalidad) no cambie, no
modifique sus injustas exigencias, no existirá la misericordia para el colectivo
de curas casados, y se quedará solo en "miseria", "sin
corazón".
“La alegría
de amar”, podría titularse la reflexión
sobre el celibato sacerdotal.
En la exhortación, Francisco
ensalza el amor matrimonial confrontándolo con la virginidad:
“Mientras
la virginidad es un signo «escatológico» de Cristo resucitado, el matrimonio es
un signo «histórico» para los que caminamos en la tierra, un signo del Cristo
terreno que aceptó unirse a nosotros y se entregó hasta darnos su sangre. La
virginidad y el matrimonio son, y deben ser, formas diferentes de amar, porque
«el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido, si no se le revela el amor»
[Juan Pablo II: Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979)]” (AL. 161).
Y de forma velada insinúa que el celibato no es por sí mismo
tan “divino” como se preconiza:
“El
celibato corre el peligro de ser una cómoda soledad, que da libertad para
moverse con autonomía, para cambiar de lugares, de tareas y de opciones, para
disponer del propio dinero, para frecuentar personas diversas según la
atracción del momento. En ese caso, resplandece el testimonio de las personas
casadas.” (AL 162)
¿Se referirá
Francisco, proféticamente, a los curas casados en esta última afirmación?
La
iglesia, con Francisco, cambia de actitud y de postura. De entrada, ya no
dice a todo que no. Abre horizontes, deja vías de salida. Se pone en marcha un
proceso. El proceso de la integración en la comunidad eclesial de todos los
hasta ahora considerados irregulares. A partir de esta insólita
perspectiva, y a pesar de los intentos para frenar las consecuencias de esta
nueva pastoral, afortunadamente siguen abiertos unos horizontes esperanzadores
de cara al futuro. Ojalá que el tema del próximo Sínodo sea uno de los “gestos
sorprendentes que esperamos de la Iglesia”, como nos viene sugiriendo Rufo
en su actual serie de artículos, donde se experimente de verdad que los curas
casados son “integrados y acompañados” en la Iglesia y en las comunidades
parroquiales.
¡Dios lo quiera
y el Espíritu lo ilumine!
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