Ninguna conversación pasa de tres minutos en San Salvador sin que vaya a dar al tema de las pandillas, y nadie, al final de las múltiples vueltas y revueltas que se le dan al tema, se atreve a decir que la paz llegará a corto plazo. Porque esta es una guerra, distinta en su naturaleza a la que el país vivió en los años ochenta, pero una guerra al fin y al cabo, con miles de muertos, y que si tiene por teatro los barrios de la capital, amenaza con extenderse a las áreas rurales: una guerra singular, porque los estados mayores de las bandas en conflicto dirigen las operaciones desde las cárceles, en guerra entre ellas, y en guerra con el Estado.
Pero, además, hay entre ambos conflictos un mismo escenario, el de la pobreza y la desigualdad, que la guerrilla del FMLN enarboló como bandera política para reclamar un orden social y económico distinto, y que nadie deja de reconocer ahora como el caldo de cultivo permanente en que las pandillas crecen y se reproducen. Los gobiernos de Arena ensayaron la mano dura contra ellas; el FMLN, fuera de la mano dura, no parece tener otras respuestas.
Las pandillas, tanto en El Salvador como en Guatemala y Honduras, sustituyen a la familia como clan extendido y poderoso. La delincuencia organizada envuelta en el hálito de una causa heroica y adornada de símbolos que proveen a sus integrantes de una identidad que otorga poder y prestigio. Sustituye a la familia, y busca también sustituir al Estado al asumir el control de territorios, al cobrar impuestos, al imponer su fuerza y al asumir un lenguaje que termina siendo político y que se acerca a la fraseología revolucionaria.
Los ritos de iniciación incluyen el asesinato. Matar a cualquiera. Y los tatuajes, que ahora los pandilleros se cuidan de no exhibir en el rostro ni en las cabezas rapadas, pero que llegan a cubrir todo el cuerpo, son la señal de identidad por excelencia. Como en el cuento El hombre ilustrado, de Ray Bradbury, cada una de las figuras tatuadas en la piel cuenta su propia historia, tiene su propia vida.
En Medellín, en los años más álgidos de la violencia, andando por las calles se podían escuchar las balaceras que estallaban en los cerros, donde se libraba la lucha por el control de los barrios marginales entre pandillas juveniles, narcotraficantes y la policía. En San Salvador, como si se tratara de dos mundos diferentes, o dos ciudades superpuestas, en las áreas urbanas seguras no se oyen sonar los tiros, como si ese otro mundo de la violencia sólo existiera en las crónicas policiales y en los noticieros de televisión; pero la guerra se libra a pocos centenares de metros, en ese otro mundo donde nadie en su sano juicio entra por su propia voluntad.
Quienes viven en el mundo normal son advertidos de la existencia del otro, donde el año 2015 se cerró con 6 mil 640 homicidios, cuando las pandillas deciden mostrar su poder, como ocurrió en julio de ese mismo año, al ser decretado por sus jefes un paro de transporte público en la capital, que se cumplió, sobre todo por miedo de los dueños de las unidades a ser asesinados o que sus vehículos fueran destruidos. Los transportistas pagaron en 2014 unos 30 millones de dólares a los pandilleros como compra de protección.
Cinco años atrás, en el municipio suburbano de Mejicanos, un microbús fue incendiado con todos sus pasajeros dentro y otro ametrallado. Las pandillas obtienen sus recursos económicos de la extorsión, de la que son víctimas, además de las unidades de transporte, los pequeños y medianos negocios de los barrios, que no excluyen ni a los colegios privados que enseñan computación, ni a las salas de billar, farmacias, cantinas y restaurantes de pupusas, el más popular de los platos salvadoreños.
Los cálculos sobre el número de integrantes de las pandillas varían entre 30 mil y 60 mil; un experto en asuntos de seguridad con el que converso antes de regresar a Managua me dice que se acerca a 40 mil. Pero hay cerca de medio millón de personas que forman parte de sus estructuras o viven bajo su influencia directa, empezando por las familias de los pandilleros. Y es con base en el dinero recolectado a través de las redes de extorsión que se auxilia a estos familiares cuando van a dar a la cárcel. Esas formas de solidaridad efectiva crean un entramado de lealtades y adhesiones.
Las pandillas surgieron en las calles de Los Ángeles; la más antigua de ellas es la Pandilla 18, cuyo origen se remonta a finales de los años cuarenta del siglo pasado, mientras la Mara Salvatrucha habría surgido a mediados de los setenta. Las deportaciones de salvadoreños ordenadas por el gobierno de Estados Unidos en los noventa hicieron que sus acciones se trasplantaran al territorio nacional.
Pero esos comienzos son parte ya de una mitología que sirve poco para explicar lo que ocurre hoy día, un fenómeno masivo cuya metástasis empezó tras los acuerdos de paz de Chapultepec, que pusieron fin al conflicto de los ochenta. Los fundadores son abuelos de los pandilleros que libran esta guerra del siglo veintiuno.
Tanto los cabecillas como la tropa pertenecen a generaciones nuevas que se suceden unas a otras; desde luego que la vida útil de un pandillero pertenece a sus años juveniles, y dura hasta una edad cercana a 40 años. Los reclutas son adolescentes, a veces niños, que ingresan atraídos por el mito o porque no tienen escapatoria. Negarse a ingresar es letal.
¿Y qué pasa con los veteranos?, le pregunto a mi amigo el experto en seguridad. ¿Se retiran, viven a salto de mata, se dedican a otros negocios, lícitos o ilícitos? ¿Se casan, tienen hijos? No existen veteranos, me responde. O están en la cárcel o están muertos.
Fuente: Red Mundial de Comunidades Eclesiales
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