Francisco no para de marcar el rumbo hacia la clara implantación del Reino. Esta vez me he detenido en su exhortación pastoral La alegría del amor (Amoris Laetitia) con la impresión de que no ha sido muy divulgada; bien porque nuestro Papa da sobradas pistas logrando que se destaquen por su importancia varias a la vez, o bien porque algunos están movilizando toda su maquinaria para silenciar sus principales mensajes.
En otra dirección, los mensajes curiales y diocesanos sobre la familia que hasta ahora conocíamos adolecían de la suficiente fuerza amatoria y actualidad evangélica para que se les prestase atención suficiente: todo estaba condicionado por el sexo, el aborto, el divorcio y la educación religiosa de los hijos, con un lenguaje que resaltaba los mensajes en negativo. Pero Francisco cambia el foco y prefiere proclamar la alegría del amor en la familia y, de paso, recuerda que esa alegría es también motivo de alegría para la Iglesia toda.
Al principio del Capítulo octavo de esta Exhortación, deja claro que los mensajes excluyentes y condenatorios no son el lenguaje sanador de Cristo: afirma que “el camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración. El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita”. Entonces, dice el Papa, “hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición.”
Resulta especialmente reconfortante, al menos para mí, que se recree al hablar de la fuerza evangélica de la familia: “el fruto del amor son también la misericordia y el perdón” al tiempo que nos recuerda la escena de la adúltera rodeada de sus acusadores, y luego a solas con Jesús que no la condena y le libra de sus acusadores al tiempo que le da la paz perdida invitándola a una vida más digna.
Y de seguido, Francisco se refiere a otra virtud importantísima en el núcleo familiar y matrimonial: la ternura, y de paso, nos anima a acudir “al dulce e intenso salmo 131”. Solo con estos mimbres, la radicalidad del amor conyugal y familiar adquiere una nueva impronta humana y cristiana a la que no estábamos acostumbrados y mucho menos que fuesen estos mimbres el epicentro de los mensajes oficiales eclesiales.
Aunque esta Exhortación aborda muchos temas de una forma sencilla y clara (otro de sus méritos), estoy convencido que lo que este Papa está consiguiendo un mirada diferente al Evangelio de muchos fieles e infieles (sin fe), repensando lo que puede suponer para sus vidas Dios mismo de la mano de Jesús de Nazaret. “No se convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo nuevo”.
El Papa hace veraz el Año Jubilar de la Misericordia como una propuesta para las familias cristianas, conocedor de que es necesario ser fuertes de espíritu y de ánimo para sostener el amor que descanse en la entrega, el compromiso, la paciencia y la generosidad. La vida no es fácil, y tampoco lo es en familia; el Papa lo sabe, y cree mucho más evangélico centrarse en las conductas de Jesús, que en las severas directrices de tantos consagrados que rezuman amargura inmisericorde y normativa canónica en lugar de vivencia de la Buena Noticia, la única capaz de atraer como lo hacía el Maestro. Con la actitud que vive y transmite el Papa es posible lograr que la familia pueda convertirse en signo de misericordia y compasión cristiana allí donde surja el conflicto.
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