El cristianismo enseña que a Dios sólo podemos encontrarlo en lo humano y desde lo humano. Porque lo divino es precisamente lo que nos trasciende y, por tanto, lo que no está a nuestro alcance. A Dios, nadie lo ha visto (Jn 1, 18). A Dios nadie lo conoce (Mt 11, 27; Lc 10, 22). Lo que nosotros podemos saber y decir de Dios, no son sino las “representaciones” humanas que nosotros, los humanos, nos hacemos de Dios. Pero nada de eso es Dios “en sí mismo”.
Por esto, y porque el cristianismo ha tomado esto en serio, por eso el cristianismo afirma que, en Jesús de Nazaret, Dios se nos ha dado a conocer, se nos ha revelado, se nos ha manifestado, en un hombre, Jesús. Es decir, el cristianismo enseña, como punto de partida de su existencia y de su razón de ser, que Dios se nos da a conocer y se nos revela en lo humano. Lo cual quiere decir que solamente alcanzaremos la plenitud de lo divino, en la medida en que lleguemos a alcanzar la plenitud de lo humano.
De ahí que lo específico del cristianismo radica, no en la sumisión a lo divino, ni en la exactitud de lo religioso o de lo sagrado, sino en la defensa de lo humano, en el respeto a lo humano, en la promoción y el fomento de todo lo verdaderamente humano, en el cariño y hasta el exceso de la demasiada ternura con lo humano.
El problema que, sin embargo, todo esto representa, radica en que lo humano, químicamente puro, no existe. Lo humano es el resultado de un proceso de evolución, increíblemente prolongado y largo, de miles de siglos. Un proceso que sigue adelante en la historia. Y que consiste en la superación constante y creciente de lo inhumano que llevamos inscrito en la sangre misma de nuestro ser.
Ahora bien, esta superación, esta liberación, de lo inhumano es la tarea más dura y más costosa que todos tenemos que afrontar. Por eso es la tarea a la que más nos resistimos. Y es tanto lo que nos resistimos a esta tarea – de constante y creciente humanización – que hasta echamos mano de lo divino, de lo sagrado y de lo religioso para justificar criterios y comportamientos criminalmente inhumanos. Por esto, en nada nos tiene que extrañar que, en la historia y en la presencia actual del cristianismo en el mundo, lo más complicado de aceptar y lo que más se ha resistido a admitir esta Iglesia (con sus jerarquías a la cabeza), no ha sido lo divino de Jesús y de la vida cristiana, sino precisamente lo humano de Jesús y del comportamiento cristianismo. ¿Cómo se explica – si no – que en la Iglesia se haya visto, como lo más excelso que, para amar más a Dios, tengamos que amar menos o negar el cariño, la bondad, el respeto y la ternura a seres de carne y hueso que son tan humanos como nosotros?
Yo creo en Dios, busco a Dios y tomo en serio el problema de Dios. Pero, precisamente por eso tomo en serio lo humano, a todo ser humano. Y por eso igualmente no me cabe en la cabeza que haya tanta gente – de religión y de Iglesia – que se amparan en lo presuntamente divino, para justificar comportamientos que son intolerablemente inhumanos. ¿Qué explicación tiene que en Estados Unidos, los republicanos aparezcan como los más religiosos y, al mismo tiempo, los defensores de la pena de muerte, de la venta de armas y del rechazo total a los homosexuales? ¿Cómo se puede entender que, en ambientes clericales, donde tanto se predica de pureza y de puritanismo, no se puedan ya seguir ocultando tantos y tantos escándalos de todo tipo que avergüenzan a cualquiera? ¿Y qué decir del incomprensible silencio de nuestros obispos ante tanta corrupción y tanto sufrimiento de los más indefensos? ¿Por qué será que donde hay tanta religión anda tan escasa la verdadera humanidad? Sea por lo que sea, una cosa es cierta: es inimaginable la cantidad de los que se creen creyentes que en realidad son ateos sin saberlo. “Ateos anónimos”. Pero, a fin de cuentas, ateos auténticos.
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