La tesis central del artículo es bien razonable, y de no difícil argumentación: si durante muchos años, por lo menos hasta la mitad del siglo segundo, la organización de la Iglesia no era clerical, ni poseía la liturgia sacramental que hoy la caracteriza, no es descabellado imaginar la posibilidad de la vuelta a esa situación de mayor desclerización. Como he escrito muchas veces en este blog, (“El Guardián del Areópago”, en la revista 21rs), este fue uno de los principales objetivos del Vaticano II, si bien no lo pretendiera con la fuerza con la que respondió a ese supuesto una buena parte del clero.
No fueron coincidencias algunos de los fenómenos que vivieron, o vivimos, los curas del inmediato pos-concilio, como las salidas de la vida clerical, el abandono de los signos externos clericales, como ropa talar, sotanas, hábitos, o la tendencia a dejar los sobrios y austeros muros monacales, o simplemente religiosos, a la busca vivir entre la gente, en medio del del mundo, en pisos, de modo más laical, etc. Estos fenómenos pueden parecer a algunos inconsistentes, de poca entidad y significación. Para mí la Historia de trazos gruesos es el resultado de esas pequeñas cosas de la vida cotidiana. Como aprendimos de historiadores como Johan Huizinga, en obras como “El ocaso de la Edad Media”, y otros historiadores que limpiaron la Historiografía de los oropeles y ropajes de los personajes, hechos, situaciones y anecdotario imponentes y solemnes de reyes, papas, gobernantes y grandes batallas, para describir cómo la gente compraba o comía, o se lavaba, o se divertía.
Insisto: no quitemos importancia a los pequeños gestos anticlericales, que mucha gente interpretaba como suicidas, ya que los curas que vivimos esa época la veíamos como una aurora luminosa, anunciadora de tiempos de libertad y creatividad. Me tocó estudiar Teología en loa años gloriosos, contemporáneos, o inmediatamente posteriores, a la gran Asamblea conciliar. Y fue con la luz que rápidamente comenzó a irradiar el Concilio cuando descubrí lo que he llamado, en este blog, “la gran traición”, y la gran tragedia, de cómo, cuando el autor del artículo que comento, en los mismo años, la Iglesia comienza a olvidar el Evangelio y se “religiosiza”, hasta llegar a imitar uno de los elementos más característicos de las religiones paganas: la necesidad de un estamento burocrático clerical. Y la organización jerárquica de la Iglesia, más dedicada al poder que al servicio, comete, como ya he escrito varias veces, la suprema traición: aceptar, contra oda la enseñanza del Nuevo Testamento, (NT), la denominación de sacerdotes para los diferentes ministerios, más entendidos en la Iglesia de los dos primeros siglos como carismas para el servicio que como sacerdotes, o intermediarios, como en las religiones paganas, entre Dios, y los hombres. Y nunca lo podía entender así la Iglesia por una razón poderosa, que después ha sido relegada al olvido y al desprecio: porque el único que en la comunidad de los seguidores de Jesús, Éste es el único que puede ejercer ese ministerio eterno y único.
Ni Jesús, ni Pedro, ni Pablo, ni Lucas, ni Timoteo, ni Tito, ni Mateo, ni Juan, ni ninguno de los “servidores” de la comunidad como epíscopos o presbíteros, denominados y en la forma latina, fueron nunca curas, ni se sintieron parte de una casta clerical y sacerdotal, al modo de la tribu hebrea dedicada a ese ministerio, o de las organizaciones de las religiones paganas. Y si en la época más auténtica y evangélica de la Iglesia ésta se pudo mantener sin curas, -¡y cómo!, hasta admirar y convertir a las gentes del Imperio-, la Iglesia actual podrá prevalecer también, del mismo modo. Cambiando, eso sí, todo el sentido de la eclesiología, y, sobre todo, del espíritu Canónico actual. Y este último es le verdadero problema, más que las trabas teológicas o bíblicas, que son, o inexistentes, o actuarían a favor de ese cambio.
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