Yo, como saben los lectores de mi blog, soy cura. No pertenezco a ninguna asociación activa “anti desahucio”, me conformo con contemplar, desde Caritas, las penurias, las injurias con que la propia vida los obsequia, y los milagros que muchos de nuestros parroquianos tienen que hacer para sobrevivir. El mismo pan nuestro de cada día, que todos los días pedimos, y que el Señor Dios nos da con largueza, tiene que hacer birguerías para que llegue a muchos de estos hermanos nuestros desvalidos y desamparados.
Además, viven en sórdidos agujeros, en muchos casos ocho o diez personas donde con imaginación y sacrificio tan solo podrían convivir tres o cuatro. Y, encima, cuando mal pagan la hipoteca de la vivienda, si tienen que abonar cada mes un alquiler de trescientos o cuatrocientos euros, que van atrasando, mendigando la piedad y la misericordia del casero para que no los deje en la calle.
Esta situación se ha agravado con la crisis. Pero yo me pregunto si el Estado, nuestro Estado español, o el griego, o el que sea, puede esgrimir la disculpa de la crisis, o cualquier otra, para algunos de sus ciudadanos malvivan casi como animales, sin espacio, sin alimento, sin dignidad. Para eso no renunciamos a nuestros derechos de buscarnos la vida por nuestra cuenta, a tortazo limpio, ¡sálvese quien pueda!, y dejamos civilizadamente en manos del Estado el uso de la coerción y de la violencia, renunciando a la iniciativa privada para el uso de la fuerza.
Pero a esta renuncia de los ciudadanos debe de corresponder la garantía de que el Estado promulgará unas reglas de juego, unas leyes, y unos árbitros, jueces, sistema judicial, que permitan se cumpla esa garantía a la que se compromete el Estado. Y esta situación garantista por parte de la sociedad institucionalizada en un Estado moderno, por lo menos en España, no se cumple. No hace falta ni recurrir a la estadística para saber los millones de ciudadanos que viven esa penuria e inseguridad. Sabemos que son muchos, pero bastaba que fuera uno para gritar que es intolerable.
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