PROCONCIL
Estimado/a amigo/a:
En vísperas del Congreso de la Confederación Internacional de Sacerdotes Católicos Casados) que se va a realizar en Guadarrama (Madrid, España) entre los días 30 de octubre y 1 de Noviembre y a mitad de las sesiones del Sínodo, se nos ocurre la siguiente reflexión por si puede aportar alguna luz.
El Sínodo sigue reunido en torno a la familia. Se está orando para que se descubra como sublime ese gran proyecto de Dios de manifestarse en la relación. Y en ese paradigma de Dios- trinidad-relación, entra la relación hombre-mujer cuyas vidas se unen para responder a una vocación primigenia.
Hay voces que expresan preocupación por el deterioro y la inmadurez que rodean muchas veces a las uniones de pareja. Es penoso ver cómo en un mundo donde cada vez muchos disponen de más recursos, tantas relaciones dañinas atenten contra esa unión profunda. Entre ellas, un trabajo alienante y deshumanizador, el imperio del consumo ordenado por el dios Mercado, un ser humano que se va descentrando de sí mismo y que busca el placer en el cambio continuo, en el ver sucesivo, en el poseer, en el dominar. Para poder cuidar una relación hace falta silencio, contemplación, poder mirar al otro desde la mirada de Dios, verlo como el niño o la niña que fue…
Para nada voy a entrar a analizar en profundidad todas las amenazas ni las oportunidades que se le presentan a la vida en pareja y a las familias hoy día por las influencias mundanas. Solo quiero fijarme en un tema que atañe directamente a la Iglesia y, que por lo tanto, sólo ella puede resolver.
Estaría bien que este Sínodo de la familia, condujera a un espacio de reflexión, amplio, en el seno de la Iglesia y, tal vez, en diálogo con otras Iglesias cristianas, para revisar algunas cuestiones relativas al celibato impuesto a todos los presbíteros; y para analizar si tienen algo que ver también -entre otras cuestiones ajenas a la institución eclesiástica- con el deterioro progresivo del sacramento del matrimonio, así como a las dificultades para una orientación pastoral, tanto de las parejas que inician su relación, cuanto de los matrimonios y familias que enfrentan diversas dificultades en su itinerario.
Desde la Edad Media se impone, en la Iglesia católica romana de rito latino occidental, a los presbíteros la ley del celibato obligatorio. Entre las justificaciones para ello, se asimila amor humano a concupiscencia y pasión desordenadas, que necesitan un cauce para regularse ¿Qué tiene que ver eso con la llamada de Dios a las personas para unir sus vidas, como algo positivo originario y originante? Cuando algún sacerdote, ya después del concilio, en tiempos, por ejemplo, de Juan Pablo II sentía la llamada al matrimonio y se veía obligado a secularizarse se decía que quedaba reducido al estado laical (evidentemente inferior al clerical- célibe) Por lo tanto el que se casaba quedaba “degradado”.
Terrible el proceso de hacer el llamado “rescripto de secularización”. El presbítero afectado por una vocación ¿que por qué no va a venir de Dios? para unir su vida en santo matrimonio a una mujer, se veía obligado a hacer el siguiente proceso, que era una especie de pantomima, para logar la “nulidad” de su promesa celibataria. Tenía que pasar por un psicólogo que acreditaba su inmadurez y su inestabilidad emocional, ya presentes en sus primeros años de célibe. Evidentemente, este deterioro de su equilibrio no le permitía abrazar el estado más perfecto de vida celibataria, por lo cual esperaban que el papa le diera la dispensa.
Pero la cosa no quedaba ahí. Ante la cantidad de secularizaciones que sucedieron al concilio, intentando cambiar esta deriva, el afectado tenía que alegar otros impedimentos: Ya estaba viviendo pecaminosamente en pareja, había engendrado una criatura, etc; y, aún más, como las secularizaciones se demoraban años, con el consiguiente sufrimiento de las familias, algunos obispos locales, animados de la mejor voluntad y tratando de evitar más sufrimiento (y otros por quitarse “el muerto de encima”) sugerían al presbítero enamorado que incluyese en la petición dudas sobre su fe. Lo peor es que conozco varios casos, que incluso después de este alegato, recibieron el mensaje de que “siguieran” ejerciendo. Hablo de esta época porque es la que más conozco y porque creo que fue la más sangrante en este tema.
No me interesa ahora detenerme en la mentira que subyacía en estos procedimientos, al que algunos en conciencia tuvieron que objetar y practicar la desobediencia eclesiástica; ni en el daño que hicieron a tantas personas, alejándolas muchas veces del una Iglesia en la que ya no podían creer y, cuando menos, alejándolas de otra vocación de servicio a la comunidad que no habían perdido; tampoco en el sufrimiento que provocaron a padres y madres ya mayores, a veces con una fe temerosa del infierno y de los castigos divinos, que murieron creyendo que sus hijos se condenarían por haber sido infieles a lo que se suponía que era la fidelidad a Dios, cuando no lo era más que a una norma eclesiástica.
Ahora quiero detenerme, porque roza cuestiones del Sínodo, en los efectos colaterales que esta manera reductiva de entender la Vocación, inflige al matrimonio. De resultas de estos procesos de secularización, era fácil deducir que el matrimonio era para aquellos presbíteros inmaduros que manifestaban desequilibrios. Es decir, en la Iglesia hay dos categorías, los oficiales, célibes y la clase de tropa, los casados. ¡Cuanto bien se habría hecho si en vez de mandar al psicólogo a los que se enamoraban, se hubiera mandado a los que manifestaban verdaderos desequilibrios, que luego han cometido terribles delitos contra menores! ¡O que se hubiera mandado al director espiritual a los que no se casaban con una mujer pero se casaban con su carrerismo y sus ansias de poder! ¡Cuántos han tenido que soportar una doble vida, sin asistencia psicológica, por ser incapaces de decidir! Pero, de resultas ha salido damnificado el sacramento del matrimonio, que ha quedado oscurecido frente a
l del orden.
Numerosas veces hemos oído, decirle a un cura en crisis: “Tienes que elegir entre Dios y la Mujer”. De manera que el proyecto de vida con una mujer, parece que no viene de Dios. Saquen ustedes mismos las conclusiones. Se ha atentado contra la sublimidad del matrimonio, se ha insultado gravemente a la mujer y se ha subestimado al laicado. ¿Qué es eso de que la Vocación es la llamada a ser cura o religioso? Esas son vocaciones concretas, ni mejores ni peores que otras llamadas que nos hace Dios en la vida. La Vocación es esa llamada que en distintos momentos de la vida Dios nos hace a cada uno y cuya diversidad bien se manifiesta en la Biblia. ¿Acaso no puede ser una vocación la de ser casado, o madre o padre de familia? ¿No es una vocación la de los laicos y laicas, algunos de ellos casados, misioneros en países del Sur? Y la llamada a los profetas, o la de Abraham, el padre de la fe ¿es menos vocación por no ser presbíteros o religiosos célibes? Y la de muchos vecinos y veci
nas que se esfuerzan por escuchar los designios de Dios en sus vidas…
Pues como dicen por ahí “De aquellos polvos, estos lodos”. No se trata de buscar golpes de pecho, sobre errores que tal vez se cometieron con buena voluntad. Del Ver y el Juzgar, hemos de llegar al Actuar. Tal vez una ayuda – no la solución- para muchos de estos problemas con los que se encuentran hoy las familias, pasarían por una renovada reflexión sobre ministerios-servicios en la Iglesia. Un doble presbiterado, célibe y no célibe inserto en las comunidades (sin que se establezcan por ello dos categorías, ni se haga ejercicio de la celibatocracia) además de solucionar el grave problema de muchas comunidades sin eucaristía, contribuiría a realzar el sacramento de la vida en pareja; ayudaría al crecimiento personal y a la coherencia de aquellos ministros-servidores de la comunidad que sienten la llamada de unirse a una mujer; cambiaría la mirada de la Iglesia- institución sobre la sexualidad y la pareja; la Iglesia y la comunidad local se verían enriquecidas por la experien
cia de pastores que no solo reflexionan, sino que viven en carne propia las riquezas y retos de una familia, siendo fieles a lo que también ellos sienten como llamada de Dios, en la que deben crecer y madurar.
Ojalá que este Sínodo sea ocasión para una reflexión posterior serena y dialogal, sobre ministerios en la comunidad, al servicio de la misma, más inclusiva y paritaria en Cristo para laicos, mujeres y casados. Amén, Jesús.
Emilia Robles
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