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viernes, 24 de abril de 2015

Las tres preocupaciones de Jesús José M. Castillo, teólogo


Castillo1Con frecuencia ocurre que los especialistas y estudiosos de los evangelios afinan tanto en el análisis de los textos, que bien puede ocurrir – y ocurre – que se cumple aquello de que “el árbol tapa el bosque”. Quiero decir, sucede muchas veces que los detalles y discusiones en torno a un episodio, una palabra, la raíz original de un nombre, pueden acaparar la atención de un comentario hasta el extremo de que nos centramos y nos limitamos al detalle, al tiempo que perdemos la visión del conjunto. Con lo cual bien puede ocurrir que lleguemos a saber casi todo de casi nada. Y con el detalle o los detalles, perdemos de vista (o no caemos en la cuenta de) lo más fundamental, que es lo que el gran relato del Evangelio, en su conjunto, nos quiere enseñar. Sin olvidar lo que acertadamente supo formular J. Habermas, siguiendo a Th. Adorno: “el todo no es igual a la suma de sus partes”. Vamos, pues, a pensar brevemente en algo que pertenece a ese “todo” que nos transmiten los evangelios.

Pues bien, si hacemos memoria y pensamos en el conjunto de lo que nos transmiten los relatos evangélicos, pronto se da uno cuenta de que, en esos relatos, se repiten (casi de principio a fin) tres hechos, que sin duda nos revelan las tres preocupaciones fundamentales que vivió y expresó Jesús. En efecto, en los evangelios se habla insistentemente de: 1) curaciones de enfermos; 2) comidas o cuestiones relacionadas con la comida, 3) relaciones humanas, las mejores relaciones que se pueden (y se deben) mantener entre seres humanos. Basta repasar los evangelios, teniendo en cuenta los tres hechos que acabo de apuntar, para tomar conciencia de que, efectivamente, tres temas que aparecen una y otra vez, en el conjunto de los relatos evangélicos, son hechos, situaciones o dichos de Jesús, relacionados con: 1) la salud; 2) la alimentación; 3) las relaciones humanas.
Por supuesto, todos sabemos que estos tres hechos se realizaron y sucedieron de forma que en ellos se implican temas de notable importancia, como es, por ejemplo, la cuestión de la historicidad de los relatos o su significación religiosa, como ocurre – por ejemplo – en el tema de las curaciones de enfermos: ¿son relatos de milagros? ¿son, más bien, un género literario propio de aquel tiempo? Todo esto, y mil cosas más, se pueden discutir. Pero, desde luego, lo que no admite discusión es que Jesús tuvo la enorme fuerza de atracción, que ejerció sobre las gentes más humildes y desamparadas de aquel pueblo, por la sencilla razón de que la gente encontraba en Jesús la respuesta que buscaba para para sus carencias y necesidades más básicas y apremiantes.
Es evidente que a todos los seres humanos nos interesa y nos preocupa el tema de la salud. Como nos preocupa también tener asegurado el pan de cada día. Y que a todos nos interesa el hecho de que nos estimen, nos respeten y nos quieran. Como no soportamos el odio, el desprecio, el abandono, la soledad y el desamparo. Estas cosas son tan básicas, que en ellas se juega nuestra felicidad o nuestra desgracia. Y nadie pone en duda que en estas tres preocupaciones coincidimos todos los seres humanos, sea cual sea nuestra cultura, nuestra educación, nuestras creencias, nuestro nivel económico, social o cultural. Es evidente, por tanto, que Jesús dio en el clavo. Y respondió a las demandas fundamentales de nuestra humanidad.
Pero este asunto no acaba aquí. Es capital, al hablar de estas cosas, tener muy presente que, tal como los evangelios presentan y relatan estas tres preocupaciones de Jesús, seguramente lo más llamativo no es que Jesús se interesara por la salud, la alimentación y las relaciones personales de la gente. Lo más chocante de todo es que Jesús antepuso la solución de estos tres problemas a las normas y exigencias de la religión. No puede ser mera coincidencia o casualidad la insistente repetición de las curaciones de enfermos precisamente en el día (el sábado) que eso estaba prohibido por la religión. Como tampoco puede ser una coincidencia ocasional el hecho de comer cuando los más religiosos ayunaban, o saltarse los rituales de lavatorios y purificaciones que imponían los rabinos, como tampoco pudo ser un mero descuido el hecho de ponerse a frotar espigas de trigo arrancadas en día de sábado. Y así sucesivamente.

Como resumen de lo que vengo explicando, se puede recordar el episodio de la curación del manco en la sinagoga (Mc 3, 1-6; Mt 12, 9-14; Lc 6, 6-11), precisamente un sábado. Jesús le dijo al manco que se pusiera de pié y en el centro. Y “echándoles una mirada de ira” , a los que estaban al acecho para denunciarle (Mc 3, 2 par), les hizo esta pregunta: “¿Qué está permitido en sábado, hacer el bien o hacer daño, salvar una vida o matar?” (Mc 3, 4 par). En realidad, lo que Jesús estaba preguntando es esto: “¿Qué permite la religión, curar y dar vida, o causar dolor y quitar la vida? En otras palabras, ¿qué es lo primero: la religión o la vida? Jesús no lo dudó un instante: “Echándoles una mirada de ira y apenado por su obcecación”, le dijo al manco: “Extiende el brazo” (Mc 3, 4 b). Y el hombre quedó curado. El relato termina diciendo que, al salir, los fariseos se fueron en busca de los partidarios de Herodes, para ver cómo podían asesinar a Jesús. Allí, por tanto, la pasión de Jesús por la vida, por la plenitud de la vida que le faltaba al manco, le costó a Jesús la seguridad de su propia vida. O para decirlo más claro, entre el sometimiento a la religión y la defensa de la vida, Jesús optó, sin dudarlo, por la vida, por la plenitud de la vida, por la alegría y la felicidad que nos proporciona el hecho de saber que tenemos nuestra vida bien asegurada.
Y conste que lo que he dicho sobre la salud y la vida, se podría decir igualmente por la comida compartida con todos y para todos. Lo que quedó patente – por poner algún ejemplo – en la multiplicación de los panes, en las comidas con pecadores y gentes de mal vivir o en el banquete del Reino, al que no entraron los invitados oficiales, mientras que allí se metió hasta el último de los mendigos y vagabundos de los caminos. De la misma manera que aquí tendríamos que recordar la inconcebible generosidad, en las relaciones humanas, que subyace a todo el sermón del monte y a los discursos y parábolas de Jesús, de principio a fin de sus enseñanzas. Hasta terminar con el sobrecogedor discurso del juicio de las naciones (juicio final) (Mt 25, 31-46), en el que ya ni se menciona la religión, las creencias o las prácticas sagradas de cada cual. Sólo queda en pie lo que de verdad le interesó a Jesús y lo que quedará en pie en el momento definitivo, a saber: cómo se ha portado cada cual con sus semejantes, sobre todo con quienes más sufren en la vida. Aquí y en esto se centró y concentró la religión de Jesús.

¿Qué nos vienen a decir estas tres preocupaciones fundamentales de Jesús? Parece que, en sana lógica, de lo dicho se pueden deducir las siguientes conclusiones:
1. Lo que más preocupó a Jesús – y en consecuencia, por lo que más se interesó – no fueron realidades que pertenecen al ámbito de “lo sagrado” (el templo, los rituales, las leyes que dictaban los rabinos…), sino a “lo profano” (la salud de las personas, la comida compartida por todos, las mejores relaciones humanas de todos con todos).
2. Es evidente que, si lo dicho es cierto, de ahí se sigue que Jesús desplazó el centro de la religión. Ese centro, de acuerdo con lo que dice el Evangelio, no está en el templo, sus sacerdotes y sus ceremonias, sino que está en la calle, en el trabajo, en la casa, en la convivencia con los demás, en la profesión y en el descanso, en nuestra conducta y en nuestra forma de vida. Esto es lo central en nuestra relación con Dios, según lo que nos dejó Jesús como recuerdo y memoria de su vida y su destino.
3. En la Iglesia – por causa de un largo proceso histórico que ahora no podemos desentrañar y analizar – hemos cometido el error de pretender armonizar y hacer compatible lo que Jesús vio que era irreconciliable e incompatible, a saber: los rituales sagrados con la ética que nos marcó Jesús. La vida de Jesús fue conflictiva, hasta terminar en su muerte violenta, porque Jesús se dio cuenta de que el obstáculo, que le impedía ponerse de parte de la vida y de la felicidad de la vida (con todas sus consecuencias), era precisamente la sumisión y la observancia religiosa de las normas, los rituales y las prácticas sagradas que imponían los sacerdotes y los maestros de la Ley.
4. De ahí, la incoherencia en que vivimos en la Iglesia. Nos hemos empeñado en mantener las observancias del templo, de los sacerdotes y de la liturgia, con lo cual lo que realmente conseguimos es tranquilizar nuestras conciencias y tener la idea de que somos cristianos creyentes a carta cabal, cuando en realidad lo que hemos conseguido con eso es destrozar la ética que nos marcó Jesús con su forma de vivir y con sus enseñanzas. Y así, ahora nos encontramos con el brutal contraste de tantos cristianos que se confiesan creyentes practicantes, cuando en realidad son ladrones y embusteros que saben armonizar las mejores relaciones posibles con la Iglesia y las peores relaciones imaginables con los pobres, los enfermos, los extranjeros y con todos los que no se someten a lo que a ellos les interesa.
Comprendo que todo esto es duro y difícil de decir. Pero es más duro más difícil tener que sufrirlo. 

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