Cristianismo y Justicia
Josetxo Ordóñez Echeverría. El día 11 de diciembre de 2014 el Gobierno del Partido Popular aprobó el Proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana, la llamada “ley mordaza”. El Proyecto de Ley será votado el día 10 de marzo en el Pleno del Senado y enviado de nuevo al Congreso para su aprobación definitiva, junto con la reforma del Código Penal, y está previsto que ambas normas entren en vigor el próximo 1 de julio de 2015.
Toda esta tramitación, hoy todavía en curso, no obsta que el Consejo General del Poder Judicial, el Consejo General de la Abogacía Española, partidos políticos, colegios profesionales, asociaciones, plataformas y particulares, de manera transversal pero también contundente, hemos mostrado nuestra oposición a aspectos clave de la nueva regulación. Sobre todo en lo que respecta a la garantía y respeto de los derechos fundamentales de reunión y manifestación, en relación con la libertad de expresión y la genuina y democrática participación ciudadana en el control de los asuntos públicos. Decimos que el Proyecto legaliza la criminalización de la protesta social en la calle.
Fuera de nuestras fronteras, en diciembre de 2013, el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas y el Relator especial sobre el Derecho a la Libertad de Reunión Pacífica y de Asociación, Maina Kiai, en su informe de junio de 2014 dicen que el Proyecto de Ley del gobierno español vulnera la esencia del pluralismo, la tolerancia y la democracia.
En un país con uno de los índices de criminalidad más bajos de Europa, resulta innecesaria la reforma de la ley de seguridad. El Ministerio del Interior se encarga de anunciar pomposamente que “España es un país seguro”. Más parece un lema para la promoción internacional de la marca España que una convicción que guíe la política legislativa del Ejecutivo. Y es que hay que ser claro: la nueva Ley de seguridad ciudadana es una respuesta a la contestación ciudadana de las políticas de recortes y la brutal degradación del Estado de Derecho de que estamos siendo testigos desde hace cinco años.
La estrategia del gobierno consiste en reprimir la contestación social, para conseguir el aval fáctico a sus políticas. La represión se lleva a cabo legalmente (a golpe de reforma), de forma gruesa y burda y en detrimento de los derechos fundamentales y las libertades públicas. Derechos y libertades que son el fundamento del ordenamiento jurídico que, paradójicamente, ahora los ataca.
La conversión a infracciones administrativas de algunas infracciones penales leves -las faltas- es un buen ejemplo de cómo se puede hacer una jugada legislativa digna de tahur. Así, a pesar de que puede parecer que se suavicen las sanciones al sacarlas del código penal, en realidad, el Gobierno las mantiene en la ley administrativa de seguridad y limita la tutela judicial efectiva de las personas sancionadas ya que elude de un plumazo el control judicial previo que garantiza el proceso penal. Mientras en derecho penal rige el principio de presunción de inocencia del infractor, en derecho administrativo rige el principio de presunción de veracidad de la administración denunciante. Recurrir judicialmente y a posteriori estas sanciones quedará sometido a elevadas tasas judiciales que pueden suponer costes de más de 3.000€ para asociaciones sin ánimo de lucro. La elevada cantidad de las multas, que pueden llegar hasta 600.000€ en caso de infracciones muy graves, atenta contra el elemental principio general del Derecho de la proporcionalidad y muestra la desmesurada respuesta punitiva de la protesta social y la participación política. Además, la ambigua redacción de algunos de los ilícitos orientados a restringir la libertad de expresión y el derecho de reunión y manifestación puede generar arbitrariedad en su aplicación. En estos procedimientos sancionadores, la Administración será juez y parte.
Las restricciones de derechos más importantes que plantea el proyecto como por ejemplo la sanción de la ocupación pacífica de bancos (arte. 37.7) o las manifestaciones ante el Congreso o las asambleas legislativas aunque no estén reunidas (arte. 36.2), parecen una respuesta represiva a las movilizaciones de los últimos años. Estas limitaciones del derecho de reunión y manifestación van acompañadas de la restricción del derecho a la libertad de expresión, como por ejemplo la prohibición del uso de imágenes de las fuerzas de seguridad en caso de que puedan suponer un peligro para su seguridad o bien faltas de respeto o consideración hacia la autoridad (art. 36.26). Uno de los problemas crónicos de nuestra joven democracia no se cuestiona sino que se refuerza: la impunidad policial.
Quien sea más activo en la participación y la protesta, en la denuncia, será más duramente reprimido: se entiende reincidente, y por tanto sujeto pasivo de sanciones mayores, aquel que sea sancionado más de una vez en el plazo nada corto de dos años (art. 33.2 a).
Finalmente, se da cobertura legal a las “devoluciones en caliente” de las personas migrantes que consiguen cruzar la frontera y llegar a territorio español. Esta práctica es flagrantemente ilegal a los ojos del actual Derecho Internacional y ha sido criticada fuera de España por Nils Muiznieks, Comisario de Derechos humanos del Consejo de Europa. El grosero método elegido por el Gobierno español para legalizar lo ilegal es muestra de una carencia alarmante de sentido legislativo: sustrae las demarcaciones de Ceuta y Melilla a la aplicación del ordenamiento general vigente en el resto de territorios españoles, para hacer de estos enclaves “zonas sin derecho”, con regímenes de excepción permanente en lo que concierne a los derechos humanos de las personas migrantes.
Ante estas maniobras criminalizadoras, esta escalada sancionadora, cuyo objetivo es cercenar el ejercicio de derechos fundamentales, son muchas las personas que consideramos que la desobediencia civil se convierte en un imperativo moral y también jurídico. Nos gustaría que no fuera algún día el único imperativo disponible al que apelar puesto que todavía estamos a tiempo de conseguir que estas reformas no se aprueben, y menos aún con el silencio cómplice o sumiso de la ciudadanía.
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