Leonardo Boff
En nuestra memoria
resuenan las últimas reminiscencias del big bang que dio origen a nuestro cosmos.
En los archivos de
nuestra memoria se guardan las vibraciones energéticas oriundas de las
inimaginables explosiones de las grandes estrellas rojas, de las cuales vinieron
las supernovas y los conglomerados de galaxias, cada cual con sus miles de
millones de estrellas y de planetas y asteroides. En ella se encuentran también
resonancias del calor generado por la destrucción de galaxias devorándose unas a
otras, del fuego originario de las estrellas y de los planetas a su alrededor,
de la incandescencia de la Tierra, del fragor de los líquidos que cayeron
durante 100 millones de años sobre nuestro planeta hasta enfriarlo (era
hadeana), de la exuberancia de las selvas ancestrales, reminiscencias de la
voracidad de los dinosaurios que reinaron, soberanos, durante 135 millones de
años, de la agresividad de nuestros antepasados en su afán por sobrevivir, del
entusiasmo por el fuego que ilumina y cocina, de la alegría por el primer
símbolo creado y por la primera palabra pronunciada, reminiscencias de la
suavidad de las brisas leves, de las mañanas diáfanas, del precipicio de las
montañas cubiertas de nieve, y por fin, recuerdos de las interdependencias entre
todos los seres, creando la comunidad de los vivientes, del encuentro con el
otro, capaz de ternura, entrega y amor y, finalmente, del éxtasis del
descubrimiento del misterio del mundo que todos llaman por mil nombres y
nosotros llamamos Dios.
Todo eso está
sepultado en algún rincón de nuestra psique y en el código genético de cada
célula de nuestro cuerpo, porque somos tan antiguos como el universo.
No vivimos en este universo ni sobre nuestra Tierra como seres erráticos.
Venimos del útero común de donde vienen todas las cosas, de la Energía de Fondo
o Abismo Alimentador de todos los seres, del hadrón primordial, del top-quark,
uno de los ladrillitos más ancestrales del edificio cósmico, hasta el computador
actual. Y somos hijos e hijas de la Tierra. Más aún, somos aquella parte de la
Tierra que anda y danza, que tiembla de emoción y piensa, que quiere y ama, que
se extasía y venera el Misterio. Todas estas cosas estuvieron virtualmente en el
universo, se condensaron en nuestro sistema solar y sólo después irrumpieron
concretas en nuestra Tierra. Porque todo eso estaba virtualmente allí, ahora
puede estar aquí en nuestras vidas.
El principio cosmogénico, es decir, aquellas energías directoras que
comandan, llenas de propósito, todo el proceso evolutivo obedecen a la lógica
siguiente, tan bien expuesta por E. Morin: orden, desorden, interacción, nuevo
orden, nuevo desorden, nuevamente interacción y así siempre. Con esa lógica se
crean siempre más complejidades y diferenciaciones; y en la misma proporción se
van creando interioridad y subjetividad hasta su expresión lúcida y consciente
que es la mente humana. Y simultáneamente y también en la misma proporción se va
gestando la capacidad de reciprocidad de todos con todos, en todos los momentos
y en todas las situaciones. Diferenciación /interioridad/ comunión: la trinidad
cósmica que preside el organismo del universo.
Todo va sucediendo procesualmente y evolutivamente sometido al no-equilibrio
dinámico (caos) que busca siempre un nuevo equilibrio, a través de adaptaciones
e interdependencias.
La existencia humana no está fuera de esta dinámica. Tiene dentro de sí estas
constantes cósmicas de caos y de cosmos, de no-equilibrio en busca de un nuevo
equilibrio. Mientras estamos vivos nos encontramos siempre enredados en esta
condición. Cuanto más próximos al equilibrio total más próximos a la muerte. La
muerte es la fijación del equilibrio y del proceso cosmogénico. O su paso a un
nivel que demanda otra forma de acceso y de conocimiento.
¿Cómo se da esta estructura concretamente en nosotros? En primer lugar por la
cotidianeidad. Cada cual vive su cotidiano que comienza con el aseo personal, la
manera como vive, lo que come, el trabajo, las relaciones familiares, los
amigos, el amor. Lo cotidiano es prosaico y frecuentemente cargado de
desencanto. La mayoría de la humanidad vive restringida a lo cotidiano con el
anonimato que él implica. Es una parte del orden universal que emerge en la vida
de las personas.
Pero los seres humanos también estamos habitados por la imaginación. Esta
rompe las barreras de lo cotidiano y busca lo nuevo. La imaginación es, por
esencia, fecunda; es el reino de lo poético, de las probabilidades de sí
infinitas (de naturaleza cuántica). Imaginamos nueva vida, nueva casa, nuevo
trabajo, nuevos placeres, nuevas relaciones, nuevo amor. La imaginación produce
la crisis existencial y el caos en el orden cotidiano.
Pertenece a la sabiduría de cada uno articular lo cotidiano con lo
imaginario, lo prosaico con lo poético y retrabajar el desorden y el orden. Si
alguien se entrega sólo a lo imaginario, puede estar haciendo un viaje, vuela
por las nubes olvidado de la Tierra y puede acabar en una clínica psiquiátrica.
Puede también negar la fuerza seductora del imaginario, sacralizar lo cotidiano
y sepultarse vivo dentro de él. Entonces se muestra pesado, poco interesante y
frustrado. Rompe con la lógica del movimiento universal.
Sin embargo, cuando una persona asume su cotidiano y lo vivifica con
inyecciones de creación, entonces comienza a irradiar una rara energía percibida
por quienes conviven con ella.
Leonardo Boff escribió El despertar del águila:
lo sim-bólico y lo dia-bólico como construcción de la realidad,
2002.
Traducción de MJ Gavito Milano
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