Recientemente,
una amiga sorprendida por mi punto de vista sobre asesinos y víctimas,
cárceles y presos, me pidió explicaciones, y me dirigió tres preguntas
incómodas. Pero son ineludibles, y no las eludiré, aunque sé de antemano
que no despejaré la perplejidad de mi amiga, ni la complejidad del
asunto.
La primera pregunta decía: ‘De verdad
crees que todo el que hace daño es porque antes se lo han hecho a él?’
¿Por qué alguien mata, viola, tortura? No lo sé, pero no puedo pensar
que lo haga por pura “maldad”, por querer el mal por el mal. No se trata
de justificar al malhechor, sino de buscar la raíz de su mal para
curarlo mejor. ¿Por qué alguien se corrompe, especula, defrauda a
Hacienda a increíble escala y evade lo robado a paraísos fiscales sin
fondo, sin alma?
Eso también es matar, es incluso lo que más mata hoy, como acaba de
decirlo bien claro el papa Francisco; el terrorismo económico es con
mucho el peor, siembra el mundo de muerte y de miseria, de dolor
indecible. Y eso sucede también aquí, muy cerca, y hay que
decirlo. Y no para diluir la gravedad de una violación, y de los
asesinatos y de las torturas de ETA, o del GAL, o del aparato estatal, o
del franquismo. No para diluir los crímenes de unos, sino para no
restringir la memoria ni mutilar la verdad ni traicionar la justicia.
¿Por qué hacen tanto daño? No lo hacen porque sean malos. ¿Serán,
pues, inocentes y buenos? Tampoco se trata de esto. Hay que buscar y
sanar la raíz de su mal, y la raíz, en último término, es el error, un
inmenso error mortal. Y el error no ha nacido con ellos; también ellos
fueron dañados y engañados, antes de engañarse y hacer daño. No
curaremos la raíz de su mal si no curamos el error en ellos y más allá
de ellos, hasta nosotros mismos. Pues, indudablemente, la raíz de su mal
está también en mí. ¿O acaso soy yo mejor que el que especula, mata,
viola o tortura? No, no lo soy. Nunca entenderé el mal del otro,
mientras no sea capaz de reconocerlo en mí mismo. Y nunca podré curarme
de mi mal mientras no quiera curarle al otro del suyo. ¿Pero cómo lo curaremos?
Ésa era y sigue siendo la segunda pregunta: ‘¿Qué sugieres que se
haga con los asesinos de personas inocentes, de niños, padres, madres,
con los violadores, traficantes, terroristas…’.
Faltan en la lista especuladores, corruptos y evasores, asesinos en
serie a escala global (solo que éstos no están en prisión, sino
gobernando el mundo). ¿Qué haremos con ellos? Lo primero es evitar que
hagan daño o vuelvan a hacerlo. ¿Pero cómo? Aflige ver que no hemos
inventado todavía nada mejor que la cárcel (selectiva, eso sí), para que
esta pobre especie tan vulnerable y tan capaz de herir no cometa tantas
atrocidades. Del Norte, sin embargo, nos llegan señales: Suecia cierra cárceles por falta de presos, gracias a otras medidas preventivas
y restaurativas. Aquí, mientras tanto, aumentan las penas y proponen
incluso la “prisión perpetua revisable”. Aquí persiste y se acrecienta
la exaltación de la venganza y del castigo. Pero la cárcel no cura, ni
siquiera disuade. Y una cárcel que ni disuade ni rehabilita al malhechor
es inhumana (y además contradice a la Constitución española, pero eso
parece importar muy poco a los grandes defensores de la Constitución).
¿Qué sugiero, pues, que se haga con el malhechor? Solo aquello que
sea indispensable para que no haga daño y todo aquello que sea necesario
y posible para curar su error, la raíz de su mal, para devolverle su
dignidad y hacerle bueno. Lo segundo será costoso, pero no más costoso
que las cárceles que tenemos. Serán necesarias muchas medidas de
tratamiento personal y otras tantas medidas de transformación
estructural en el sistema educativo, informativo, político o económico. Y
en el sistema religioso, también en el sistema religioso. Pero lo
primero, necesario y posible, es esto: creer en su bondad y querer su
bien. Solo así venceremos el mal. Solo así alcanzaremos la dignidad
humana de la que hacemos gala.
La tercera pregunta es personal, pero vale para cualquiera:
‘¿Pensarías igual si hubieran matado a tu padre, hijo, hermano, amigo
inocente que pasaba por la calle?’. No sé si pensaría igual, pero
debería hacerlo, y me gustaría ser capaz de pensar y actuar de esa
manera si me hallara en esa situación. Y en cualquier caso, junto a esa
pregunta debemos formularnos siempre otra, decisiva y valedera para
todos: “¿Qué pensarías y qué harías si el asesino o el violador
fuera tu padre, tu hermano o tu hijo? ¿Y si lo fueras tú mismo? ¿Qué
necesitarías que hicieran contigo si tú hubieses tenido la desgracia de
violar o matar?”. Pues “haz con tu prójimo como te gustaría que él
hiciera contigo”. Lo han enseñado Jesús y todos los sabios. Lo enseñó y
vivió Nelson Mandela, el vencedor del odio, el bendito Madiba que VIVE.
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