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viernes, 13 de diciembre de 2013

¿Qué harías con un asesino o un violador? José Arregui, teólogo

Recientemente, una amiga sorprendida por mi punto de vista sobre asesinos y víctimas, cárceles y presos, me pidió explicaciones, y me dirigió tres preguntas incómodas. Pero son ineludibles, y no las eludiré, aunque sé de antemano que no despejaré la perplejidad de mi amiga, ni la complejidad del asunto.
La primera pregunta decía: ‘De verdad crees que todo el que hace daño es porque antes se lo han hecho a él?’ ¿Por qué alguien mata, viola, tortura? No lo sé, pero no puedo pensar que lo haga por pura “maldad”, por querer el mal por el mal. No se trata de justificar al malhechor, sino de buscar la raíz de su mal para curarlo mejor. ¿Por qué alguien se corrompe, especula, defrauda a Hacienda a increíble escala y evade lo robado a paraísos fiscales sin fondo, sin alma?
Eso también es matar, es incluso lo que más mata hoy, como acaba de decirlo bien claro el papa Francisco; el terrorismo económico es con mucho el peor, siembra el mundo de muerte y de miseria, de dolor indecible. Y eso sucede también aquí, muy cerca, y hay que decirlo. Y no para diluir la gravedad de una violación, y de los asesinatos y de las torturas de ETA, o del GAL, o del aparato estatal, o del franquismo. No para diluir los crímenes de unos, sino para no restringir la memoria ni mutilar la verdad ni traicionar la justicia.
¿Por qué hacen tanto daño? No lo hacen porque sean malos. ¿Serán, pues, inocentes y buenos? Tampoco se trata de esto. Hay que buscar y sanar la raíz de su mal, y la raíz, en último término, es el error, un inmenso error mortal. Y el error no ha nacido con ellos; también ellos fueron dañados y engañados, antes de engañarse y hacer daño. No curaremos la raíz de su mal si no curamos el error en ellos y más allá de ellos, hasta nosotros mismos. Pues, indudablemente, la raíz de su mal está también en mí. ¿O acaso soy yo mejor que el que especula, mata, viola o tortura? No, no lo soy. Nunca entenderé el mal del otro, mientras no sea capaz de reconocerlo en mí mismo. Y nunca podré curarme de mi mal mientras no quiera curarle al otro del suyo. ¿Pero cómo lo curaremos?
Ésa era y sigue siendo la segunda pregunta: ‘¿Qué sugieres que se haga con los asesinos de personas inocentes, de niños, padres, madres, con los violadores, traficantes, terroristas…’. Faltan en la lista especuladores, corruptos y evasores, asesinos en serie a escala global (solo que éstos no están en prisión, sino gobernando el mundo). ¿Qué haremos con ellos? Lo primero es evitar que hagan daño o vuelvan a hacerlo. ¿Pero cómo? Aflige ver que no hemos inventado todavía nada mejor que la cárcel (selectiva, eso sí), para que esta pobre especie tan vulnerable y tan capaz de herir no cometa tantas atrocidades. Del Norte, sin embargo, nos llegan señales: Suecia cierra cárceles por falta de presos, gracias a otras medidas preventivas y restaurativas. Aquí, mientras tanto, aumentan las penas y proponen incluso la “prisión perpetua revisable”. Aquí persiste y se acrecienta la exaltación de la venganza y del castigo. Pero la cárcel no cura, ni siquiera disuade. Y una cárcel que ni disuade ni rehabilita al malhechor es inhumana (y además contradice a la Constitución española, pero eso parece importar muy poco a los grandes defensores de la Constitución).
¿Qué sugiero, pues, que se haga con el malhechor? Solo aquello que sea indispensable para que no haga daño y todo aquello que sea necesario y posible para curar su error, la raíz de su mal, para devolverle su dignidad y hacerle bueno. Lo segundo será costoso, pero no más costoso que las cárceles que tenemos. Serán necesarias muchas medidas de tratamiento personal y otras tantas medidas de transformación estructural en el sistema educativo, informativo, político o económico. Y en el sistema religioso, también en el sistema religioso. Pero lo primero, necesario y posible, es esto: creer en su bondad y querer su bien. Solo así venceremos el mal. Solo así alcanzaremos la dignidad humana de la que hacemos gala.

La tercera pregunta es personal, pero vale para cualquiera: ‘¿Pensarías igual si hubieran matado a tu padre, hijo, hermano, amigo inocente que pasaba por la calle?’. No sé si pensaría igual, pero debería hacerlo, y me gustaría ser capaz de pensar y actuar de esa manera si me hallara en esa situación. Y en cualquier caso, junto a esa pregunta debemos formularnos siempre otra, decisiva y valedera para todos: “¿Qué pensarías y qué harías si el asesino o el violador fuera tu padre, tu hermano o tu hijo? ¿Y si lo fueras tú mismo? ¿Qué necesitarías que hicieran contigo si tú hubieses tenido la desgracia de violar o matar?”. Pues “haz con tu prójimo como te gustaría que él hiciera contigo”. Lo han enseñado Jesús y todos los sabios. Lo enseñó y vivió Nelson Mandela, el vencedor del odio, el bendito Madiba que VIVE.

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