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El diario ‘La Repubblica’ edita una carta del santo padre a su fundador, Eugenio Scálfari.
El diario La Repubblica, edita hoy una carta que el papa Francisco ha enviado a su fundador, Eugenio Scalfari, sobre fe, laicidad, vida eterna, misericordia de Dios, y otros temas de gran importancia para quien cree y para quien no.
El papa Francisco responde a las principales preguntas invitándo a
Scálfari a “hacer un trecho de camino juntos” superando clichés de
oscurantismo y abatiendo muros de incomunicabilidad.
Eugenio Scálfari, 89 años, es un
periodista y escritor italiano, fundador del diario La Repubblica, que
cambió el estilo de hacer periodismo. Sus artículos dieron inicio a
batallas ideológico-culturales, como los que llevaron al referendum
sobre el aborto y el divorcio en los años 70. Su inspiración política es
de matriz liberal social y se declara no creyente. En 1996 se retiró de
la dirección de su periódico, pero es editorialista de la edición
dominical. Ha recibido importantes honorificencias de Italia y Francia.
“Muy distinguido Dr. Scalfari. Es con viva cordialidad que, mismo en
grandes líneas, querría buscar en esta carta de responder a la suya, que
desde las páginas de ‘La Repubblica’, me ha querido enviar el 7 de
julio con una serie de reflexiones personales, que después enriqueció el
7 de agosto en las páginas del mismo cotidiano”.
Así inicia la carta que Francisco envió al profesor Scálfari y le
indica: “Me parece por lo tanto que sea positivo no solamente para
nosotros pero para toda la sociedad en la que vivimos, detenernos para
dialogar sobre una realidad tan importante como la fe, que se basa en la
predicación y en la figura de Jesús”.
Un deber al diálogo que nace de lo que Francisco define “una
paradoja”. Y precisa: “La fe cristiana, símbolo de la luz, fue
calificada por la modernidad como la obscuridad de la supertición que se
opone a la luz de la razón. Así entre la Iglesia y la cultura de
inspiración cristiana, de una parte, y la cultura moderna
de matriz iluminista de otra, se llegó a la incomunicabilidad. Ha
llegado ahora el tiempo, y el Vaticano II ha inaugurado esta estación,
de un diálogo abierto y sin preconceptos, que reabra las puertas de un
serio y profundo encuentro”.
Y para quien busca “seguir a Jesús en la luz de la fe” explica el
papa en el resumen presentado por Repubblica, “este diálogo es una
expresión íntima e indispensable del creyente. La fe para mi ha nacido
del encuentro con Jesús”. Pero “sin la Iglesia no habría podido
encontrar a Jesús, mismo siendo consciente que aquel inmenso don que es
la fe está custodiado en los frágiles vasos de cerámica de nuestra
humanidad”.
El papa responde así a dos de los temas claves que el laico fundador del
diario La Repubblica había puesto: “Me parece que usted aprecia mucho
la actitud de la Iglesia hacia quien no comparte la fe en Jesús.
Fundamentalmente me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a quien no cree y no busca la fe”.
“Partiendo de la premisa –indica Francisco– que la misericordia de
Dios no tiene límites… la problemática para quien no cree en Dios está
en el obedecer a su conciencia. El pecado, mismo para quien no tiene fe,
es cuando se va contra la propia conciencia”. Por ello “escuchar y
obedecer a esa significa de hecho, decidirse delante de lo que es
percibido como bien o como mal. Y sobre esta decisión se juega la
decisión de nuestra bondad o maldad de nuestro operar”.
“En la última pregunta me pide si con la desaparición del hombre
sobre la tierra, desaparecería también el pensamiento capaz de pensar a
Dios”. Y el papa responde: “Es la relación entre dos realidades. Dios
-¡este es mi pensamiento y esta es mi experiencia, pero de cuantos ayer,
hoy lo comparten!- no una es idea, mismo que altísima, un fruto del
pensamiento del hombre. Dios es una realidad con la ‘R’ mayúscula. Jesús
nos lo revela -y vive la relación con Él- como un Padre de bondad y
misericordia infinita”.
Y recuerda que el hombre y este mundo está destinado a acabar, “pero
mismo, si el hombre desaparecerá de la tierra, el hombre no dejaría de
existir, y de alguna manera que no sabemos, tampoco el universo creado
con él”.
Y el papa concluye indicando que sus reflexiones sean acogidas “como una
respuesta aproximada y provisoria, pero sincera y con confianza, ante
la invitación que hizo de hacer un trecho de camino juntos”. Porque
reitera el papa, la Iglesia a pesar de todas las miserias humanas de sus
componentes, no tiene otro sentido sino “vivir y dar testimonio de
Jesús”.
Texto completo de la carta del papa al director del diario ‘La Repubblica’
Publicada hoy por este importante cotidiano italiano y traducida al idioma español
ROMA, 11 de septiembre de 2013 (Zenit.org) – Apreciado doctor Scalfari:
Es con profunda cordialidad que al menos a grandes líneas quisiera
tratar de responder a la carta que, desde las páginas de La Repubblica,
se ha querido dirigir a mí el 7 de julio con una serie de reflexiones
personales, que luego ha enriquecido en las páginas del mismo diario el 7
de agosto. Le agradezco, en primer lugar, por la atención con la que
leyó la encíclica Lumen Fidei. La cual en la intención de mi amado
predecesor, Benedicto XVI, que la concibió y escribió gran parte, y la
que con gratitud, heredé, se dirige no solo a confirmar en la fe en
Jesucristo a aquellos que en aquella ya se reconocen, sino también para
despertar un diálogo sincero y riguroso con los que, como Usted, se
define “un no creyente por muchos años, interesado y fascinado por la
predicación de Jesús de Nazaret”.
Por lo tanto, creo que es muy positivo, no solo para nosotros
individualmente, sino también para la sociedad en la que vivimos,
detenernos para dialogar de algo tan importante como es la fe, que se
refiere a la predicación y a la figura de Jesús. Creo que hay, en
particular, dos circunstancias que hacen que este diálogo sea hoy sea un
deber y algo valioso.
Como se sabe, uno de los principales objetivos del Concilio Vaticano
II, querido por el papa Juan XXIII y por el ministerio de los papas, es
la sensibilidad y contribución que cada uno desde entonces hasta ahora
ha dado según el patrón establecido por el Concilio. La primera de las
circunstancias –como se recuerda en las páginas iniciales de la
Encíclica– deriva del hecho que a lo largo de los siglos de la
modernidad, se produjo una paradoja: la fe cristiana, cuya novedad e
incidencia sobre la vida del hombre desde el principio han sido
expresados precisamente a través del símbolo de la luz, a menudo ha sido
calificada como la oscuridad de la superstición que se opone a la luz
de la razón. Así entre la Iglesia y la cultura de inspiración cristiana,
por una parte, y la cultura moderna de carácter iluminista, por la
otra, se ha llegado a la incomunicación. Ahora ha llegado el momento, y
el Vaticano II ha inaugurado justamente la estación, de un diálogo
abierto y sin prejuicios que vuelva a abrir las puertas para un serio y
fructífero encuentro.
La segunda circunstancia, para quien busca ser fiel al don de seguir a
Jesús en la luz de la fe, viene del hecho de que este diálogo no es un
accesorio secundario de la existencia del creyente: es en cambio una
expresión íntima e indispensable. Permítame citarle una afirmación en mi
opinión muy importante de la Encíclica: visto que la verdad
testimoniada por la fe es aquella del amor –subraya– «está claro que la
fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al
otro. El creyente no es arrogante; por el contrario, la verdad lo hace
humilde, consciente de que, más que poseerla nosotros, es ella la que
nos abraza y nos posee. Lejos de ponernos rígidos, la seguridad de la fe
nos pone en camino, y hace posible el testimonio y el diálogo con
todos» ( n. 34 ). Este es el espíritu que anima las palabras que le
escribo.
La fe, para mí, nace de un encuentro con Jesús. Un encuentro
personal, que ha tocado mi corazón y ha dado una dirección y un nuevo
sentido a mi existencia. Pero al mismo tiempo es un encuentro que fue
posible gracias a la comunidad de fe en la que viví y gracias a la cual
encontré el acceso a la sabiduría de la Sagrada Escritura, a la vida
nueva que como agua brota de Jesús a través de los sacramentos, de la
fraternidad con todos y del servicio a los pobres, imagen verdadera del
Señor.
Sin la Iglesia –créame–, no habría sido capaz de encontrar a Jesús ,
mismo siendo consciente de que el inmenso don que es la fe se conserva
en las frágiles odres de barro de nuestra humanidad. Y es aquí
precisamente, a partir de esta experiencia personal de fe vivida en la
Iglesia, que me siento cómodo al escuchar sus preguntas y en buscar,
junto con Usted, el camino a través del cual podamos, quizás, comenzar a
hacer una parte del camino juntos.
Perdóneme si no sigo paso a paso los argumentos propuestos por usted
en el editorial del 7 de julio. A mí me parece más fructífero –o por lo
menos es más agradable para mí– ir de una determinada manera al corazón
de sus consideraciones. No entro ni siquiera en el modo de exposición
seguida por la Encíclica, en la que Usted advierte la falta de una
sección dedicada específicamente a la experiencia histórica de Jesús de
Nazaret.
Observo únicamente, para empezar, que un análisis de este tipo no es
secundario. Se trata de hecho, siguiendo después la lógica que guía el
desarrollo de la encíclica, de centrar la atención sobre el significado
de lo que Jesús dijo e hizo, y así, en última instancia, de lo que Jesús
fue y es para nosotros. Las cartas de Pablo y el evangelio de Juan, a
los que se hace especial referencia en la Encíclica, se construyen, de
hecho, en el sólido fundamento del ministerio mesiánico de Jesús de
Nazaret, que llegan a su auge resolutivo en la pascua de muerte y
resurrección. Así es que, es necesario confrontarse con Jesús, diría yo,
en la realidad y la rudeza de su historia, así como se nos relata sobre
todo en el Evangelio más antiguo, el de Marcos.
Observamos entonces que el «escándalo» que la palabra y la práctica
de Jesús causan alrededor de él, derivan de su extraordinaria
«autoridad»: una palabra, esta, atestiguada desde el Evangelio de
Marcos, pero que no es fácil reportar bien en italiano. La palabra
griega es «exousia», que literalmente se refiere a lo que «viene del
ser», de lo que es. No se trata de algo externo o forzado, sino de algo
que emana de su interior y que se impone por sí mismo. Jesús realmente
golpea, confunde, innova –como él mismo dice– a partir de su relación
con Dios, llamado familiarmente Abbà, lo que le da a esta «autoridad»
para que él la emplee a favor de los hombres.
Así, Jesús predica «como quien tiene autoridad», cura, llama a sus
discípulos a seguirle, perdona… cosas todas que en el Antiguo
Testamento, son de Dios y solo de Dios. La pregunta que más retorna en
el Evangelio de Marcos es: «¿Quién es este que …?» , y que tiene que ver
con la identidad de Jesús, nace de la constatación de una autoridad
diferente a la del mundo, una autoridad que no tiene la intención de
ejercer el poder sobre los demás, sino para servir , para darles la
libertad y la plenitud de la vida. Y esto al punto de jugarse la propia
vida, hasta experimentar la incomprensión, la traición, el rechazo;
hasta ser condenado a muerte, hasta caer en el estado de abandono sobre
la cruz.
Pero Jesús se mantuvo fiel a Dios hasta el final. Y es precisamente
entonces –como exclama el centurión romano al pie de la cruz, en el
Evangelio de Marcos–, cuando Jesús se muestra, paradójicamente, ¡como el
Hijo de Dios! Hijo de un Dios que es amor y que quiere, con todo su
ser, que el hombre, cada hombre, se descubra y viva también él como su
verdadero hijo. Esto, para la fe cristiana, está certificado por el
hecho de que Jesús ha resucitado: no para demostrar el triunfo sobre
aquellos que lo han rechazado, sino para dar fe de que el amor de Dios
es más fuerte que la muerte, que el perdón de Dios es más fuerte que
todo pecado, y que vale la pena emplear la propia vida, hasta el final,
para dar testimonio de este gran regalo.
La fe cristiana cree que esto: que Jesús es el Hijo de Dios que vino a dar su vida para abrir a todos el camino del amor.
Por lo tanto tiene razón, querido doctor Scalfari, cuando ve en la
encarnación del Hijo de Dios la piedra angular de la fe cristiana.
Tertuliano escribía: «caro cardo salutis», la carne (de Cristo) es la
base de la salvación. Porque la encarnación, es decir, el hecho de que
el Hijo de Dios haya venido en nuestra carne y haya compartido alegrías y
tristezas, triunfos y derrotas de nuestra existencia, hasta el grito de
la cruz, experimentando todo en el amor y en la fidelidad al Abbà,
testimonia el increíble amor que Dios tiene respecto a cada hombre, el
valor inestimable que le reconoce. Cada uno de nosotros, por lo tanto,
está llamado a hacer suya la mirada y la elección del amor de Jesús,
para entrar en su manera de ser, de pensar y de actuar. Esta es la fe,
con todas las expresiones que se describen puntualmente en la Encíclica.
Siempre en el editorial del 7 de julio, Usted me pregunta también
cómo entender la originalidad de la fe cristiana, ya que esta se basa
precisamente en la encarnación del Hijo de Dios, en comparación con
otras creencias que giran en torno a la absoluta trascendencia de Dios.
La originalidad, diría yo, radica en el hecho de que la fe nos hace
partícipes, en Jesús, en la relación que Él tiene con Dios, que es Abbà
y, de este modo, en la relación que Él tiene con todos los demás
hombres, incluidos los enemigos, en signo del amor.
En otras palabras, la filiación de Jesús, como ella se presenta a la
fe cristiana, no se reveló para marcar una separación insuperable entre
Jesús y todos los demás: sino para decirnos que, en Él, todos estamos
llamados a ser hijos del único Padre y hermanos entre nosotros. La
singularidad de Jesús es para la comunicación, y no para la exclusión.
Por cierto, de aquello se deduce también –y no es poca cosa–, aquella
distinción entre la esfera religiosa y la esfera política, que está
consagrado en el «dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del
César», afirmada claramente por Jesús y en la que, con gran trabajo, se
ha construido la historia de Occidente.
La Iglesia, por lo tanto, está llamada a diseminar la levadura y la
sal del Evangelio, y por lo tanto, el amor y la misericordia de Dios que
llega a todos los hombres, apuntando a la meta ultraterrena y
definitiva de nuestro destino, mientras que a la sociedad civil y
política le toca la difícil tarea de articular y encarnar en la justicia
y en la solidaridad, en el derecho y en la paz, una vida cada vez más
humana. Para los que viven la fe cristiana, eso no significa escapar del
mundo o de la investigación de cualquier hegemonía, pero al servicio de
la humanidad, a todo el hombre y a todos los hombres, a partir de la
periferia de la historia y suscitando el sentido de la esperanza que
impulsa a hacer el bien a pesar de todo y mirando siempre más allá.
Usted me pregunta también, al término de su primer artículo, qué
debemos decirle a nuestros hermanos judíos sobre la promesa hecha a
ellos por Dios: ¿acaso quedó en el vacío? Es esta –créame– una pregunta
que nos desafía radicalmente, como cristianos, ya que con la ayuda de
Dios, especialmente a partir del Concilio Vaticano II, hemos descubierto
que el pueblo judío sigue siendo para nosotros, la raíz santa de la que
germinó Jesús. También yo, en la amistad que he cultivado a lo largo de
todos estos años con nuestros hermanos judíos, en Argentina, muchas
veces me cuestioné ante Dios en la oración, sobre todo cuando la mente
se iba al recuerdo de la terrible experiencia de la Shoah.
Lo que puedo decirle, con el apóstol Pablo, es que nunca ha fallado
la fidelidad de Dios a su alianza con Israel y que, a través de las
pruebas terribles de estos siglos, los judíos han conservado su fe en
Dios. Y por esto, con ellos nunca seremos lo suficientemente agradecidos
como Iglesia, sino también como humanidad. Ellos justamente
perseverando en la fe en el Dios de la alianza los invitan a todos,
también a nosotros cristianos, al estar siempre a la espera, como los
peregrinos, del regreso del Señor y que por lo tanto, siempre debemos
estar abiertos a Él y nunca cerrarnos ante lo que ya hemos alcanzado.
Llego así a las tres preguntas que me pone en el artículo del 7 de
agosto. Me parece que, en los dos primeros, lo que su corazón quiere es
entender la actitud de la Iglesia hacia los que no comparten la fe de
Jesús.
En primer lugar, me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a
los que no creen y no buscan la fe. Teniendo en cuenta que –y es la
clave– la misericordia de Dios no tiene límites si nos dirigimos a Él
con un corazón sincero y contrito, la cuestión para quienes no creen en
Dios es la de obedecer a su propia conciencia. El pecado, aún para los
que no tienen fe, existe cuando se va contra la conciencia. Escuchar y
obedecerla significa de hecho, decidir ante lo que se percibe como bueno
o como malo. Y en esta decisión se juega la bondad o la maldad de
nuestras acciones.
En segundo lugar, Ud. me pregunta si el pensamiento según el cual no
existe ningún absoluto, y por lo tanto ninguna verdad absoluta, sino
solo una serie de verdades relativas y subjetivas, se trate de un error o
de un pecado. Para empezar, yo no hablaría, ni siquiera para quien
cree, de una verdad «absoluta», en el sentido de que absoluto es aquello
que está desatado, es decir, que sin ningún tipo de relación. Ahora, la
verdad, según la fe cristiana, es el amor de Dios hacia nosotros en
Cristo Jesús.
Por lo tanto, ¡la verdad es una relación! A tal punto que cada uno de
nosotros la toma, la verdad, y la expresa a partir de sí mismo: de su
historia y cultura, de la situación en la que vive, etc. Esto no quiere
decir que la verdad es subjetiva y variable, ni mucho menos. Pero sí
significa que se nos da siempre y únicamente como un camino y una vida.
¿No lo dijo acaso el mismo Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la
vida»? En otras palabras, la verdad es en definitiva todo un uno con el
amor, requiere la humildad y la apertura para ser encontrada, acogida y
expresada. Por lo tanto, hay que entender bien las condiciones y,
quizás, para salir de los confines de una contraposición… absoluta,
replantear en profundidad el tema. Creo que esto es hoy una necesidad
imperiosa para entablar aquel diálogo pacífico y constructivo que
deseaba desde el comienzo de esta mi opinión.
En la última pregunta me interroga si, con la desaparición del hombre
sobre la tierra, desaparecerá también el pensamiento capaz de pensar en
Dios. Es verdad, la grandeza del hombre está en ser capaz de pensar en
Dios. Y por lo tanto, en el poder vivir una relación consciente y
responsable con Él.
Pero la relación es entre dos realidades. Dios –este es mi
pensamiento y esta es mi experiencia, ¡y cuántos, ayer y hoy lo
comparten!–, no es una idea, aunque sea un alto fruto del resultado del
pensamiento del hombre. Dios es una realidad con la «R» mayúscula. Jesús
lo revela –y tiene una relación viva con Él–, como un Padre de infinita
bondad y misericordia. Dios no depende, por lo tanto, de nuestra forma
de pensar. Y de otro lado, mismo cuanto terminará la vida del hombre
sobre la tierra – y para la fe cristiana de todos modos, este mundo así
como lo conocemos está destinado a tener un fin– el hombre no acabará de
existir, y en una manera que nosotros no sabemos, tampoco el universo
que fue creado con él. La Escritura habla de «cielos nuevos y tierra
nueva» y afirma que, al final, en el dónde y en el cuándo, que está más
allá de nosotros, pero hacia el cual, en la fe tendemos con deseo y
espera, Dios será «todo en todos».
Estimado doctor Scalfari, concluyo así mis reflexiones, suscitadas
por lo que ha querido decirme y preguntarme. Acójalas como una respuesta
tentativa y provisional, pero sincera y confiada, con la invitación que
le hice de andar una parte del camino juntos. La Iglesia, créame, a
pesar de todos los retrasos, infidelidades, errores y pecados que haya
cometido y todavía pueda cometer en los que la componen, no tiene otro
sentido ni propósito que no sea vivir y dar testimonio de Jesús: Él que
fue enviado por el Abbà «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me
ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los
ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de
gracia del Señor» (Lc. 4, 18-19).
Con fraternal cercanía,
Francesco
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
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