Cuando miramos al cielo estrellado, vemos el pasado. Cuando miro al sol, lo veo como era hace 8 minutos, el tiempo que ha tardado en llegar su luz hasta aquí, a trescientos mil kilómetros por segundo. Cuando miramos la estrella más lejana visible a simple vista, la vemos como era hace 12.000 años; dicen incluso que se pueden observar supernovas o explosiones de estrellas de la Galaxia del Triángulo que tuvieron lugar hace 3 millones de años. Mirar al cielo es como asistir al pasado. Y si pudiéramos viajar más rápido que la luz –cosa imposible según la física de Einstein, aún vigente–, podríamos ir a una estrella lejana y, desde allí, ver en directo cómo viven y mueren los hombres de Atapuerca, o cómo mira, habla y cura Jesús de Nazaret (¡o cómo nacemos!).
Pues bien, el pasado 21 de marzo, el satélite europeo Planck envió a la tierra una imagen del universo de cuando casi acababa de nacer. El ojo del satélite ha llegado tan lejos, que ha visto el universo tal como era hace algo más de 13.809 millones de años, cuando solo habían pasado 380.000 años desde el Big Bang, cuando aún no había átomos, sino solamente energía. “Es como la foto del universo cuando era un bebé”, explicó Torsten Ensslin, del Instituto Max Planck. El universo bebé nos hace sentirnos más pequeños todavía. Nos asombra y sobrecoge.
Algo similar han sentido siempre los humanos al contemplar el inmenso cielo estrellado. “El cielo proclama la gloria de Dios”, escribía el salmista judío, cuando aun podía creer que las estrellas eran lámparas que un Dios omnipotente, providente y temible a la vez, encendía en el cielo para iluminar y embellecer la noche. Pero muchos siglos después, el mismo espectáculo inquietaba profundamente a Pascal: “El silencio de estos espacios infinitos me asusta”, escribió.
¿Por qué le asustaba? Quizás porque intuía que su visión tradicional del mundo y del ser humano y, por lo tanto, de “Dios” se resquebrajaban sin remedio. Las viejas referencias empezaban a desmoronarse, la tierra empezaba a perder su centralidad en el universo, la imagen de un “Dios” supremo a imagen del hombre, padre protector y terrible castigador a la vez, empezaba a perder credibilidad. El ser humano empezaba a sentirse huérfano y solo. La modernidad se abría camino en Occidente con su dosis de inseguridad y angustia.
Pero justo cuando el ser humano dejaba de ser la medida del universo infinito y se sentía como un niño perdido de noche, justo entonces el hombre moderno se empeñó en afirmarse como centro de la Tierra, en postularse como única medida de todas las cosas, en hacerse único señor de sí mismo y de todos los seres. No fue un camino acertado para superar su angustia en un universo infinito. El hombre moderno hizo bien en liberarse de la imagen de un “Dios” Ente y Señor supremo, pero erró al querer suplantarlo erigiéndose como dios, afirmándose como señor absoluto.
Hoy, la ciencia y la propia espiritualidad nos invitan de nuevo a deshacernos de un “Dios” separado, pero no a creernos superiores al Todo, no a romper la Gran Comunión universal, no a negar el Misterio que engendra y sustenta sin cesar cuanto es. No sabemos lo que hay en los bordes del universo conocido, ni siquiera imaginamos los “bordes” de un universo en expansión. Tampoco podemos imaginar la “gravedad cuántica” que dicen que había “antes” del Big Bang, ni sabemos si antes hubo otro universo ni si, caso de haberlo, era semejante a éste de ahora, o si otros universos coexisten hoy con éste en otras dimensiones, o si los habrá después ni si serán semejantes al nuestro. Pero sabemos que alguna vez todo fue muy pequeño, al igual que cada uno de nosotros. Y que todo está unido con todo, en todo.
De la mano de la ciencia, cada día descubrimos un universo asombroso, como si fuéramos niños pequeños con ojos grandes llenos de ternura y de preguntas. La imagen del universo bebé nos asoma al enigma, pero sobre todo al Misterio de lo Real, el Misterio que nos engendra y envuelve. Todo nos invita a ser muy humildes, a admirar y a cuidar. Somos como un bebé, y el universo también lo sigue siendo.
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