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sábado, 2 de marzo de 2013

No otro papa, sino un papado diferente Redacción de Atrio

Giovanni Franzoni fue Abad de la Abadía Benedictina de San Pablo en Roma. Asistió como padre conciliar a la última sesión del Concilio. Respondiendo a su espíritu renovador y a su responsabilidad como párroco del barrio obrero próximo a la abadía se comprometió a fondo con la comunidad de base allí radicada, habiendo tenido que dejar de ser abad e incluo benedictino por su compromiso con la comunidad y con la clase obrera en todos los numerosos conflictos que desde el Concilio hasta hoy se han producido en Roma y en todo el mundo. Hoy expresa también su opinión sobre el trance que atraviessa la Iglesia.
Probablemente a pocos les importa lo que pienso acerca de la renuncia del Papa. He tenido que responder muchas veces a las solicitudes de los periodistas sobre la interpretación del hecho, sobre la posible sucesión y otras curiosidades de interés general y me he cansado de decir que creo que el problema no es el Papa – que sea eficiente, o que esté deprimido o que dimita– sino la institución misma del papado, algo que en cambio me parece que está totalmente ausente del interés general.
Aunque solo le interese a unos pocos, quiero aprovechar la oportunidad que me ofrece mi espacio en la revista Confronti para decir una vez más que el papado es una institución anticuada, expuesta a muchas contradicciones en su respuesta a las preguntas de la humanidad de hoy, objeto de presiones internas y externas para usar palabras o símbolos en favor de tesis o de grupos particulares y, sobre todo, ramificado en tantos «lobbies» que presionan sobre una figura (la del Papa) cada vez más frágil.
Desde este punto de vista, casi es inútil decir que no creo que la razón de la renuncia fuera su mala salud, porque quien acepta ser papa con casi ochenta años debe haber tenido en cuenta que podrá tener que enfrentar serios problemas de salud. Todos los que cubren con el velo de la salud su decisión de dimitir falsifican una brutal realidad: los problemas en torno al ejercicio del papado son tales que sólo el temor de más y peores escándalos puede haber causado lo que ha sucedido.
Sin lugar a dudas, vista desde fuera, la renuncia del Papa tiene, sin embargo, un efecto positivo: finalmente se desacraliza esta figura y aparece en toda su fragilidad. Los conflictos para conseguir poder en la Curia o en misiones diplomáticas son manejados por grupos de poder que no tienen nada que ver con el Evangelio y con la responsabilidad de transmitir un anuncio de fe a las mujeres y los hombres modernos.
Ninguno de estos grupos –masonería, ya sea católica o no católica, mafia, Opus Dei, Caballeros de Malta, Legionarios de Cristo, revisionistas del Holocausto– tiene un interés real en promover un servicio al anuncio de la Palabra, sino sólo en ampliar los tentáculos de su poder financiero, económico y jerárquico.
Si bien deploro el conservadurismo de los viejos católicos tradicionalistas, no extiendo a ellos esta sospecha de que no tienen preocupación en anunciar el Evangelio a la gente de hoy. Recuerdo, por ejemplo, que siendo muy joven leí con interés y estudié un libro del cardenal Siri, Curso de teología para laicos.
Así que hoy, preparándonos a esperar lo que posiblemente sucederá, un nuevo Papa, la única esperanza es que esté disponible para escuchar las demandas de participación y de corresponsabilidad dentro de la Iglesia.
A veces me viene un pensamiento loco: en el pasado también ha habido cardenales laicos. Si se esto pudo hacerse para honrar a las grandes familias de los patricios católicos, también podría hacerse para enriquecer el Colegio con el que el Papa se confronta y se aconseja antes de convocar los Sínodos. Esta ventana abierta en el Colegio de los Cardenales existe. Y a través de las ventanas abiertas pueden
entrar moscones molestos pero – ¿por qué no? – también golondrinas.
Una vez, en el Concilio Vaticano II, un obispo de la India preguntó si por las tareas de alto nivel que pudieran ser encomendadas a los laicos (tales como la administración o las nunciaturas apostólicas) no podrían ser elevadas también las mujeres. Así, sin pasar por la difícil cuestión de la ordenación sacerdotal de la mujer –vista con recelo por las mismas feministas y detestada por los conservadores– el nuevo Papa fácilmente podría ampliar el Colegio de Cardenales a 50 mujeres. Nada que objetar ni siquiera por el Derecho Canónico actual.
Artículo publicado en “Confronti” – revista mensual de fe, política y vida cotidiana – de marzo 2013
Traducción de Mª José Gavito

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